Introducción

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Yo no los maté. Antígona y Skylar eran mi vida, mi mundo entero. Ella trabajaba en la sección de pilotaje de urvilles, unos gigantescos globos alimentados por hidrógeno, que constituían el tráfico aéreo de Zona Base. Sus ojos de azul profundo y su pelo lacio y rojizo me deslumbraron la primera vez que la vi, al inspeccionar su vehículo. Lo recuerdo como si fuera ayer.

Los pilotos debían ser unos expertos en bordear los rascacielos reflectantes repartidos por la metrópoli y mi mujer tenía aquel don de manejar cualquier vehículo por entre las estructuras más difíciles de sortear. Fue en una de sus demostraciones de destreza, durante mi periodo como funcionario de Supervisión de Transporte, cuando nos conocimos. El amor surgió a primera vista. Podría parecer una locura ya que, según el Sindicato de Pilotos, los supervisores éramos unas aves carroñeras dispuestas a no dejar ni un pedazo de carne por revisar, puesto que nuestro cometido era informar de cualquier falta por muy mínima que fuese y, por ello, no teníamos corazón.

Ella nunca pensó así. Hacía bien su trabajo y se casó conmigo por amor, no para obtener el favor de un funcionario del Gobierno Central. Y aun teniendo las evidencias delante de sus ojos, los superiores de Antígona decidieron despedirla. No creían que nuestro amor fuera de verdad. Fue condenada con la imposibilidad de obtener otro puesto y relegada de plano a la vida doméstica y a conducciones esporádicas de ocio por la periferia de la ciudad.

Aquello supuso un golpe muy duro para su estado emocional. Amaba más que nada en el mundo pilotar naves y, al ser privada de ese placer, su ánimo decayó hasta tal punto que la suciedad se adueñó de todo a su alrededor. A sus ojos, la pulcra casa en la que vivíamos de manera exclusiva, gracias a mi suculento sueldo de funcionario estatal, parecía estar cubierta de polvo y telarañas.

Yo trataba, en mi ceguera, de llevarla por la calle para que anduviese, de hacer cosas juntos para que así se distrajera de su triste situación y resultó inútil. Tuvimos a Skylar al comienzo de una enfermedad invisible que empezó a adueñarse de ella, pudriendo su cerebro, y yo no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde.

Me encontraba enfrascado en conseguir mi ascenso a un cargo en el Ministerio. Mi uniforme grisáceo consistente en una chaqueta con abotonadura centrada y bluchers oscuros a medida protegidos con unas polainas verdosas, cambió a uno azul oscuro de candidato a cargo del Ministerio. Otro hombre estaba en la misma situación que yo y optaba al mismo cargo, cuya asignación sería elegida de manera imparcial por los miembros del Consejo de Administración.

Aquel sujeto, Heralde Ülbe, era un tipo arrogante, mujeriego y sus borracheras le precedían. Todo lo opuesto a mí que un ser humano pudiera llegar a ser. No obstante, por alguna razón que yo desconocía y que consideraba parcial e inverosímil, estaba allí peleando por su propio beneficio y boicoteando las pruebas de calidad que me hacían, todo con tal de ganar sobre mí. Por eso, ocupado con el asunto de desenmascarar a mi enemigo, no me fijé en que mi mujer estaba teniendo un comportamiento extraño.

*

Skylar tenía cinco añitos cuando su madre decidió que fuésemos todos los días a las ruinas de Bosque Perpetuo: un vergel que constituía el pulmón de la región y crecía circundando nuestro hogar desde mucho antes de los orígenes de la civilización en Zona Base. Su densa vegetación hizo que fuera declarado «zona no explorable». No obstante, la ausencia de vigilancia en aquella parte de la ciudad, hacia posible quebrantar esa denominación.

Antígona se llevaba al niño hasta el linde del bosque donde se toparon con los restos de una estructura muy antigua. Una torreta picuda de granito se alzaba tratando de parecer imponente, aunque su carácter majestuoso se convertía en nada comparado con la gran dimensión de los árboles que la rodeaban o de las gigantescas enredaderas que se abrazaban, estranguladoras, a lo que quedaba de la edificación. Las plantas no detenían su avance, el cual se desarrollaba a una velocidad asombrosa, inimaginable, por ejemplo, en las plantas que muchos de nosotros teníamos en nuestros respectivos despachos. No; aquella vegetación no estaba sujeta a unas leyes corrientes de crecimiento y podía ser algo peligroso. Sin embargo, su expansión se detenía en Zona Base donde nada crecía, con excepción de lo que nosotros plantábamos en los campos de cultivo o en nuestras oficinas para nuestro propio deleite.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora