El peso de una promesa, primera parte -XXV-

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                   Mientras Ledthrin permanecía en el despacho con su tío, Hiddigh lo esperaba mirando hacia el fastuoso jardín interior del palacete del gobernador, desde uno de los ventanales de cara al pasillo. Los guardias apostados en la entrada de la sala le echaban raudas miradas debes en cuando. Quizá curiosos por saber qué había sido tan urgente, que les obligó a presentarse ante el mandatario con aquellas fachas tan desdeñosas que traían.

La ropa, la cara y el pelo de la muchacha estaban tan sucios y mal agestados como el de Ledthrin en el despacho. Habían llegado a la ciudadela hacía apenas un par de horas, ambos a lomos de un exhausto caballo y con el sudor perlándoles la frente. Era poco más de media tarde y Ledt sabía que el gobernador se hallaría en obra, así que no esperó descansar para ir a hablar con él enseguida.

—¿Problemas? —preguntó a la pelirroja, uno de los hombres que custodiaban la puerta.

Hiddigh que tenía los ojos cerrados y respiraba el aire de afuera desde la ventana, se volteó con gesto desorientado y miró al final del pasillo a ambos guardias imperiales.

—¿Me decían? —dijo con voz llana.

—¿Qué les trajo hasta aquí, tan urgente? —indagó el guardia, sin abandonar su erguida posición.

—Bueno, no es asunto que pueda tratar con ustedes. Lo siento —respondió titubeante y les devolvió una etérea sonrisa.

—Y supongo que a mí, sí vas a contarlo ¿no? —se oyó una voz gruesa y joven venir desde la entrada al pasillo.

La reconoció de inmediato. Una figura recia de varón avanzó con paso seguro y estirado, tenía un aíre jactancioso y algo burlón.

—Tampoco debería, esto es una situación que Ledthrin está tratando con vuestro padre. —La pelirroja se llevó las manos a las caderas e irguió la mirada—. Ya lo sabrá de seguro a su debido momento.

—Insistiré de nuevo: ¿de qué se trata? —persistió el recién llegado—. Tengo que recordarte que aun cuando ahora seas libre, me debes respeto. Plebeya —agregó con inquina la última palabra.

El hombre de cabello castaño y mirada desdeñosa, avanzó hasta pararse junto a ella. La miró licencioso, antes de sonreír y continuar su camino hacia la puerta del despacho. Se volvió otra vez y espetó:

—Creo que es cierto que nuestro querido Ledt ha vuelto con extrañas costumbres. Han de gustarles así, andrajosas, olorosas y sudadas, tal como las hembras salvajes del otro lado de los montes —comentó mirando con desaíre las fachas de la pelirroja. — Debí haberte probado cuando sólo eras una sumisa esclava de mi familia. Siendo honesto bañada y olorosa harías buen juego entre mis sabanas.

Aunque Hidd hizo oídos sordos al ponzoñoso comentario, el joven varón no dejó de sonreír. Pero pronto aquella sonrisa se le borró del rostro, al ser detenido por la guardia antes de abrir la puerta.

—Lo lamento señor, el gobernador ha ordenado no ser molestado —dijeron los soldados con aire implacable.

—¿Qué? —alegó, subiendo el tono de voz y armando enseguida un escándalo—. Háganse a un lado lameculos baratos ¿Acaso no saben quién soy?

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora