El Bárbaro de Sarbia- V -

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Había logrado tragarse la argamasa homogénea y viscosa que compró por estofado, con esa disposición que solo el hambre brinda. Aunque Fausto parecía disfrutar de aquella aberración culinaria, como quien paladea el más exquisito de los manjares.

—¿No podías escoger un lugar más higiénico? —Le pateó las canillas por debajo de la mesa y agregó casi en un susurro—: Parecían los desechos de una res enferma.

—Pediste que fuera discreto —reclamó con voz igual de baja—. Este es el último lugar en dónde podrían buscarte.

—Más vale que no te equivoques. —Echó una rauda mirada en derredor.

La taberna estaba repleta, los tachos de agua miel chocaban con estrépito entre grotescas carcajadas e improvisados bailes. La tertulia se veía muy animada, los rostros rosados y las miradas perdidas flotando enajenadas, acusaba la embriaguez de los clientes.

—Tienes razón, jamás se me habría ocurrido meter un pie en una cueva de borrachos como esta.

Fausto no pareció prestar real atención, terminó de un trago la que quedaba en su plato, enjugó con la manga los residuos en sus labios y calzándose los dedos entre ellos echó un potente chiflido a la mesera. Un par de mesas más allá, la joven hacía esfuerzos para no chocar con el gentío y derramar el contenido de las jarras que llevaba en ambas manos.

—Pedí una doble de agua miel con el estofado. —Una sonrisa pícara se le dibujó en el rostro, cuando la mesera logró prestarle atención—. Espero que no te moleste, pero el frío de las noches lo amerita.

—Me da igual, lo descontaré de tu paga. —Lidias sonrió mordaz.

De verdad que el animo era alegre, detrás de las risas también podían oírse roncas entonaciones, obscenas y divertidas rimas improvisadas por la bebida y el contagioso ritmo del punteo de un banjo.

Lidias en verdad estaba comenzando a divertirse mirando a toda esa gente, de vez en vez se vio a si misma moviendo por inercia su pierna, siguiendo el ritmo de la contagiosa canción.

Observó con disimulo a casi todos los clientes. Dos mesas a su vera, había un grupito aparente de mineros, dos orondos varones, el más alto de ellos de ceño prominente y bigote espeso, el más bajo era calvo y de rostro asimétrico, acompañaba a ambos un flacucho de cabellera castaña y crespa, era el que tocaba el banjo. Notó que los tres estaban armados, traían cada uno un cuchillo envainado al fajín.

Miró en otra dirección y notó a otro grupo de similares características, una facha de mineros, con los harapos polvorientos y manchados de persistentes sudores. También había entre ellos un tipo macizo de brazos curtidos, sería fundidor o herrero. Todavía no sus ojos no encontraban posibles asesinos o mal vividores. Hasta entonces.

En ese momento el banjo dejó de tocar. Entraron al tugurio cuatro varones que acapararon miradas de todas las mesas. Recorrieron con incuestionable prepotencia el trecho desde la puerta hasta la mesa mejor ubicada, entre el mesón del tabernero y la hoguera. Había dos clientes sentados allí bebiendo, dos tipos de aspecto áspero. Sin embargo, de inmediato se levantaron sin mediar palabra, cediendo sus puestos y marchándose a otro rincón de la estancia.

—¿Quiénes serán esos?

—¿Te refieres a los que acaban de entrar? —apuntó con el rabillo del ojo a los cuatro recién llegados, que ya tomaban asiento.

Fausto se empinó la jarra que llegó a sus manos, mientras la mesera desaparecía corriendo, dispuesta a atender a los nuevos clientes

—Deberías conocerlos mejor que yo ¿No?

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora