Cita con el destino, parte IV y Final

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—Menuda arenga. —Fausto se acercó hasta dónde se hallaba Lidias, haciéndole notar su presencia con un carraspeo—. Y yo que venía pa' llevarte conmigo.

—¡Fausto! —Su presencia la había sorprendido. Verlo allí no formaba parte de ningún plan, de hecho nada de lo que ocurría formaba parte de alguno—. Dioses Fausto, ¿por qué regresaste?

—Lo hice por ti, digo para llevarte de aquí..., pero me ha queda'o claro que vamos a quedarnos —razonó, queriendo sonar valiente mas por dentro era todo duda.

—Fausto —suspiró ella—. No tienes que hacerlo, yo..., te absuelvo de tu juramento. No tienes razón para quedarte, por favor.

—Ah no —esgrimió—. Yo ni me acordaba que te había jura'o algo. Estoy aquí porque el camino me trajo, el mismito que hemos venido andando hace ya sus buenos meses ¿no?

Lidias lo miró con expresión lastimera, no obstante, en su corazón atesoró aquellas palabras que la hicieron esbozar una sonrisa enternecida. Recordó las aventuras que habían vivido juntos aquellos meses. No había cavilado en ello antes, ni siquiera se había dado ese tiempo, meneó la cabeza y volvió a sonreír, pero esta vez la humedad de sus ojos delató su pérdida de entereza.

—Jamás le había dado un sentido a mi vida antes de usted, mi señora. —Fausto estaba teniendo un ataque de sinceridad que hizo estremecer a Lidias—. Y nunca creí que podría llegar a alegrarme de terminarla junto alguien como usted —las palabras se le atoraban y vacilaba al hablar—. Pero... bueno, lo que quiero decir es que entiendo que mi gozo no viene por absurdos juramentos.

—¿No? —A esas alturas la mirada enternecida de Lidias antecedía un nudo de mesura y complacencia en la garganta.

—No, claro que no. Viene de dentro, dentro de... porque..., la estimo de corazón, mi reina —resolvió entre vaciles.

La mirada de Lidias cargada de lágrimas, se posó en el rostro de Fausto quien enseñaba su amarillenta sonrisa, tan llena de sinceridad como de nobleza, nobleza de espíritu y no de un título que en aquel momento nada valía.

—No voy a negarle que siento miedo, estoy aterrado —señaló—. Si toma mi mano cuando llegue el momento, me sentiré de verdad muy agradecido.

—No habrá necesidad de eso, Fausto —le dijo—. Sobreviviremos a esto, como hemos sobrevivido durante todo este camino. Pero si la fortuna no nos sonríe como deseamos, no dudes que estaré a tu lado pase lo que pase. Y del mismo modo, no podría desear mejor forma de abandonar este mundo, que en los brazos de un verdadero amigo. Te pido lo mismo Fausto, por favor, no me abandones cuando Celadora venga a por mi alma.

Sin mediar más en una sola palabra, Lidias se arrimó hasta Fausto. Apretó los labios aguantando toda angustia y amarró sus brazos en torno al enjuto cazador, abrazándole como jamás lo había hecho. Hacía muchísimo que no abrazaba a alguien, menos con tal fervor y entrega como hizo con él en aquel momento, y se sintió de alguna manera feliz de aquella emoción que la embargaba. Sabía muy bien que esa tarde moriría, ya no había vuelta atrás y momentos antes sentía un pavor inconcebible por ello. Pavor que trataba de disimular bajo un halo de valentía y seguridad, que solo su sentido del deber le brindaba.

Eneon al igual que el resto de nobles que componían el grupo, observaron la escena sin irrumpir en un solo momento, sin embargo, fue el fuerte golpe del ariete en la gran puerta el que alertó tanto a Lidias como al cazador.


—Es momento —soltó Eneon—. Han traído consigo un ariete.

—¡Hombres! —Lidias alzó la voz y gritó a todo pulmón—: A las armas, por vuestras familias, por Farthias y su gente.

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora