Rumores en los linderos -XIX-

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Sobrevoló la avenida atiborrada de gente, en su mayoría mercaderes provenientes de las tierras al Sur. «No puede ser cierta esta locura. ¿Será posible?», Roman continuó subiendo hasta la plaza principal, iba montado en su grifo, señal de que había recuperado su estatus y jerarquía dentro de la orden de paladines.
En su descenso se topó con el avance de la guarda de capa plateada. La guardia de Freidham bordeó la calle y comenzó a marchar hacia la avenida, deteniéndose en algunos de los tendales que no habían sido abandonados aún por sus locatarios.

Algunos de los Capa Plateada empujaban e insultaban a un anciano mercader. El paladín se acercó e interpuso la bestia alada entre los soldados y el poblador.

—¿Qué clase de hombres sois? —La brillante armadura de placas le refulgía al sol del mediodía—. ¿Cuál es la falta de este sujeto?

—Señor, tenemos ordenes de expulsar a todos los extranjeros venidos de Sarbia. Señor —respondió uno de los guardias—. Este hombre se niega a abandonar la tienda.

El anciano desde el suelo volteó el rostro para mirar a Roman e intentó incorporarse. Dos de los soldados de capa plateada, pateaban y derramaban los artículos dispuestos en las estanterías.

—Ser, yo no estaba al tanto de esta repentina orden, ruego me disculpe —se excusó el mercader—. Tomaré mis cosas y me marcharé, pero por favor dígales que no destruyan mis mercancías.

—Deténganse ahora mismo —fue el mandato del paladín—. ¿Se dan cuenta de la gravedad de sus actos?

—Con todo respeto mi señor, tenemos ordenes de nuestro superior. —El soldado encaró a Roman. Sin embargo, dejaron de echar abajo la tienda—. Todos estos extranjeros deben abandonar el reino. Usted ya lo sabe, las fronteras se han cerrado.

—Esperarán a este hombre el tiempo prudente para que esté listo, y será tratado con el respeto que cualquier burgués o poblador merece. Sean hijos de Farthias o venidos de cualquier rincón, ellos tenían permiso para establecerse aquí. —Se retiró despacio y alzó la voz para que el resto de los soldados lo escuchara—. Ya oyeron todos, desalojarán a esta gente sin lastimarlos. No son nuestro enemigo.

Se mantuvo sobre el grifo al anda, sin levantar el vuelo y continuó el hasta el palacio. Un hombre oculto bajo un capuchón le salió al encuentro al doblar una esquina. Las calles más abajo eran un total alboroto, pero aquel callejón estaba vacío. A aquellas horas los burgueses y pobladores más adinerados solían visitar el templo de Himea y dejar sus ofrendas.

—Ser Roman —se oyó la voz del incognito—. Tenemos que hablar, podría decirse que lo estaba esperando.

—¿Perdón? —Miró hacía atrás.

—Sé que nuestra relación está rota y es algo que lamento profundamente. Sin embargo, vas a escuchar lo que tengo que decir. —El enigmático sujeto dio dos pasos y se quitó el capuchón—. El pueblo al que es tu deber proteger corre peligro y lo sabes.

—¡Verón! —espetó con desprecio—. ¿Cómo te atreves siquiera a aparecerte por aquí? ¿Qué impide en este momento que baje y corte tu garganta?

—La nobleza de vuestro espíritu, ser Roman. —El maestre inclinó la cabeza e hincó levemente la rodilla—. Sois el indicado para ayudarme.

—¿Ayudarte? ¿En qué podría ayudarte yo? ¿Y por qué lo haría? —Se acercó tanto con su grifo, que el animal prácticamente resopló sobre la calva cabeza del alto mando de los Capa Púrpura—. Más te vale, que me lleves a la cloaca en donde se estén ocultando tú y tu instrucción y lo hagas ahora mismo, o vengaré a Lidias con tu sangre.

—Si quisieras matarme lo habrías hecho ya. La rapidez y precisión de tu espada es algo que te enseñé muy bien. —Los ojos de Verón se clavaron en el joven paladín—. Lamento lo de la princesa y tienes mi profunda condolencia, pero soy libre de culpabilidades y deberías saber que la Sagrada Orden también. ¿No vas a dar beneficio de la duda a tu antiguo maestro, Roman Tres Abetos?

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora