El poder detrás de la verdad -XXVIII-

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            La aurora les sorprendió de frente, el grupo repartido en los veinte grifos llegó a Reodem al despuntar el alba. El cielo todavía techado de un gris oscuro, se adornaba de dorados brillos, y frente a sus ojos los rayos del sol atravesaban las nubes para saludarlos con solemnidad. Lidias así lo comprendió, bendiciendo a los cielos por seguir viva aquella mañana. Después de un viaje tan agitado como el que habían tenido, donde habían surcado un cielo minado de relámpagos y tenido que luchar por no sucumbir con el viento, que en todo momento amenazó con tirarlos. Por suerte las poderosas aves tenían alas tan grandes y fuertes que aún bajo las adversas condiciones, se mantenían en control de su vuelo.

—Por fin hemos llegado —anunció Roman, todavía bien sujeto a las cortas riendas que guindaban del pico del grifo—. Bajo nosotros, la ciudadela de Reodem.

—Mmm. Me parece un irónico deja vu —determinó la princesa, y aflojó un poco el firme agarre con que se apretaba a su prometido—. La última vez, casi terminé en las hojas de aquellos a quienes acabamos de librar esta noche.

—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó con interés el paladín.

—Bueno, estaban buscándome, no los puedo culpar. Pero sí que en esta ciudad los Sagrada Orden hacen y desasen. —Dando algunas vueltas en derredor, los grifos comenzaron el descenso. Lidias volvió a sujetarse al pecho del paladín—. ¿Puedes creer que un cuarteto de estos infelices intentó aprovecharse de una tabernera?

—A estas alturas, dime cualquier cosa y la creeré —aseguró Roman—. Las figuras más emblemáticas y dignas de mi lealtad y devoción, se me han caído al abismo más oscuro de mi desilusión; empezando por mi propio padre.

—Es algo que nos pasa en común. —No quiso sonar coqueta, así que se rectificó de prisa—. Lo único en común que puede que haya entre nosotros y resulta ser también desagradable.

            Roman apeteció cambiar de tema, y saltó con algo que Lidias ni siquiera se había planteado del todo aún.

—Y ¿Qué piensas decirle o hacer para que lord Erdeghar, señor de Thriminglon, decida devolver la ciudad a la sagrada Orden? —preguntó con tono inocente.

—La verdad —decidió  responder, después de un momento de silencio—. Espero que la verdad siga siendo tan poderosa como en los tiempos en que me la enseñaron.

            Abajo el sonido de un cuerno, les dio la señal para mantenerse a la defensiva, sin embargo, los jinetes terminaron de descender y poner pié  justo sobre la barbacana. Desatendiendo cualquier advertencia por parte de unos pocos soldados de capa sinople.

—Oí que quizá Reodem haya sido sitiada y tomada por Erdeghar —vociferó Roman, haciéndose entender como líder ante los guardias que esperaban sus palabras—. ¿Qué me pueden decir de ello?

—Está usted en lo correcto, señor...

—Soy ser Roman Tres Abetos, alto paladín del reino —se presentó y dio dos pasos al frente—. Exijo ser recibido por el líder de este asalto.

—Enseguida ser —se apuró en acatar el soldado y mandó por que trajeran a su capitán.

—Eres muy solicito, soldado. Pero quiero hablar directamente con Erdeghar, si no fui tan claro me disculpo —arguyó con tesón.

—Bueno ser, haré que se lo hagan saber.

            El grupo conformado por los veinte paladines, más los hombres de la sagrada orden y los acompañantes de la princesa, esperaron con impaciencia. Un capitán, les anunció que serían recibidos adentro, sólo Roman y un representante. Al escuchar de entre el grupo, que quienes le acompañaban no eran nada más ni menos, que el propio Grenîon y Verón, entonces accedió a que los cuatro, Lidias incluida les acompañasen.  

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora