17. El vestido verde

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[René]

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[René]

Dejo de tocar el piano cuando noto que el dolor de espalda se ha hecho más notorio con el pasar de los minutos. Calculo que llevo practicando por lo menos tres cuartos de hora y considero que tal vez una pausa no sería una mala idea. Estoy seguro de que mi columna está de acuerdo conmigo.

Me levanto del banquito, busco el bastón y salgo al pasillo, aburrido con la sola certeza de que no tengo nada que hacer. Esto es lo que pasa con los ermitaños: acabados sus dos o tres pasatiempos, su vida se puede volver realmente tediosa.

Camino, orientándome con bastante facilidad hacia mi dormitorio. El día es caluroso, así que no me molesto en cerrar la puerta después de entrar y permito que la brisa siga ventilando el cuarto. Podría ponerme a ordenar, pero sé que todo está prístino y limpio como siempre, quizás no por mi causa. No sé si el día podría ponerse un poco más aburrido.

Me oriento hacia mi armario por pura manía. Tarareo una de las últimas melodías que practiqué hoy mientras abro las puertas y me pongo a toquetear las prendas dobladas que encuentro ahí. La textura de la ropa limpia siempre me ha fascinado: suave, tersa, oliendo a algún aromatizante agradable.

El aromatizante me da una idea para ocupar mi tiempo, así que me voy a ello casi de inmediato. Solo por que sí, sin ningún motivo específico, me meto a la ducha y me doy un baño de agua tibia que no soy capaz de extender tanto como hubiera querido. Después de salir, ya habiéndome secado el pelo con una toalla y con otra atada a la cintura, vuelvo al armario y me pongo la ropa interior antes de que a alguien se le ocurra aparecerse sin previo aviso (ya ha pasado, son momentos de mi vida que me gustaría no poder recordar). Una vez superado el peligro, tanteo hasta encontrar uno de los pantalones holgados que utilizo usualmente y me lo pongo.

Estoy deslizando la mano por la fila de camisetas cuando uno de mis dedos detecta un tipo diferente de tela. Ha pasado un largo tiempo desde la última vez que usé una, pero no por eso he olvidado que esta es la fila de las camisas. Se sienten suaves bajo mis dedos también, pero un poco más ásperas que el resto de las prendas.

Tomo una por mera curiosidad y el doblez se desbarata en cuanto la tengo entre mis manos. Es liviana, delgada y huele a flores, pero eso no es una novedad. La novedad empieza en cuanto me veo a mí mismo metiéndome dentro de ella con parsimonia, con la tranquilidad de alguien que sabe que tiene la vida por delante. Deslizo mis dedos hasta los bordes inferiores disfrutando del aroma que emana de la tela y localizo el botón de abajo. Después de eso, me resulta más sencillo abotonarla por completo, alisarla con mis palmas y acomodar bien el cuello, una serie de pasos automáticos que no sabía que todavía conocía de memoria.

Me pregunto de qué color será. ¿Será la negra? ¿La gris? ¿O alguna de las blancas que a Laura le encantaba que me pusiera en público? Es difícil decirlo, por razones obvias. Antes de quedarme ciego, cada vez que estaba obligado a ir alguna de las cenas elegantes de negocios a las que Laura y Doménico me llevaban, Laura me compraba una camisa blanca para usar con el traje. Con el tiempo llegué a desarrollar una antipatía genuina por las camisas blancas, no por el color ni el modelo, sino por lo que representaban: la hipocresía de unos padres que pretendían que fuéramos la familia perfecta en frente de los ojos de la gente y las cámaras.

Amar a la nada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora