24. Bicho raro

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[Paloma]

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[Paloma]

Cuando digo que no soy yo, no es por las joyas, el vestido, el maquillaje o el peinado. Ni siquiera es por los zapatos por los que estoy teniendo que dar pasos más lentos de lo normal. Es porque soy como un bicho raro entre toda la gente que se mueve con mucha gracia a mi alrededor, que conversa, ríe, y come como si la hubieran educado para hacerlo bonito. No es que yo tenga los modales de un jabalí, pero tampoco me veo como ellos. Ni me veo ni me siento así.

Todavía del brazo de René, me detengo a saludar a la tercera pareja de invitados que se ha acercado a saludarlo a él. Me presento con una sonrisa y con mi mejor cara, pero con los nervios haciéndome cosquillas en la panza en todo momento. Si esta gente pudiera ver a través de mí, de seguro notaría lo mucho que se mueve la colonia de hormigas que parece que vive dentro de mi estómago.

Cuando las personas se alejan de nuevo (René las ha tratado con una elegancia que de verdad da envidia), me veo tentada a contarle de lo nerviosa que me siento, pero no lo hago por dos razones. Primero, eso sería admitir, aunque eso ya no importe, que he perdido. Segundo, eso lo haría sentirse inseguro también a él y entonces esto saldría mal para los dos. No me quiero rendir y no quiero incomodar a nadie. Para adelante, nada más. Esto se logra porque se logra.

René me sugiere que nos quedemos en una esquina de la sala para que la gente ya no nos moleste tanto, lo cual a mí me parece perfecto, así que nos guío a los dos a la primera esquina vacía que veo y ahí nos quedamos de pie, yo describiendo todo lo que él me pide. Es ahí cuando me doy cuenta de cómo está todo, porque con los nervios no me había fijado a pesar de que ya hace diez minutos que hemos bajado del segundo piso.

El centro de la sala amplia está vacío, mientras que junto a las paredes hay mesas redondas no muy grandes con manteles blancos elegantes que tienen algunas sillas alrededor con adornos dorados y arreglos florales en el centro. Las cortinas de las grandes ventanas están cubriendo la oscuridad del exterior, pero las luces interiores hacen que este se parezca al lugar donde se celebran los premios Oscar. La gente, por su parte, llega sola o en grupitos pequeños usando vestidos caros y vistosos, zapatos incluso más altos que los míos y trajes oscuros con corbatas de colores no muy llamativos. No sé por qué, supongo que es porque a él lo conozco bien, pero opino que nadie lleva el traje como René.

—¿Cuánta gente dirías que hay? —me pregunta él.

—Para mi lado cobarde, hay como quinientas. En la vida real... ¿cuarenta?

—Cuarenta. —Asiente con la cabeza. Cualquiera diría que la razón por la que no fija la mirada es su fría confianza en sí mismo—. Todavía falta un poco.

—¿Falta? —exclamo. Agradezco que la banda, que consta de un pianista, un saxofonista, un bajista, un baterista y un guitarrista (cuya guitarra no puedo dejar de mirar) esté llenando el ambiente con música suave, porque de no ser así toda la fiesta hubiera volteado a mirarme—. ¿Como cuánta gente se supone que va a venir?

Amar a la nada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora