2. El frío

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[Paloma]

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[Paloma]

El frío ya había comenzado a formar parte de mí cuando alguien de repente llegó para arrancarlo.

Mi nombre es Paloma Díaz... y ya. Tengo nombre de pura suerte, es una de las únicas cosas en el mundo entero que de verdad son mías. Tengo diecisiete años y he pasado dieciséis de ellos en el orfanato en donde crecí y me crie. Así es, nunca conocí a mis padres. Lo único que sé de ellos (o de quien sea que lo haya hecho) es que me dejaron de madrugada en la puerta del orfanato. Y todo bien con eso, en realidad, no es que tenga un trauma como cualquiera creería. Admito que jode un poco y de vez en cuando lo pienso demasiado, pero fuera de eso puedo vivir mi vida con toda la normalidad del mundo.

Mi vida en el orfanato no fue nada de lo que valga la pena hacer un drama. Vivir en un lugar como ese, crecer ahí, no fue tan horrible para mí como todas las películas y la televisión le cuentan a la gente, esto fue más como tener una familia más grande de lo normal. Cinco madres, que eran quienes se encargaban de nosotros, y veintinueve hermanos en total, aunque fueron yendo y viniendo conforme crecían, así que a lo largo de mi vida debo haber tenido cerca de cien. Cuando llegué fui la menor por un tiempo, pero al graduarme del colegio me convertí oficialmente en la mayor (eso fue hace como un año, por cierto, tampoco es que me sienta taaan mayor). Supongo que tuve suerte. Vivir en un orfanato no suele ser una experiencia que las personas quieran recordar por el resto de su vida y agradezco que no sea mi caso, de verdad.

Nunca he tenido demasiado éxito. De niña no sobresalía en casi nada, nada importante, por lo menos. Para cosas tontas, uff, era la mejor, la mejor en canicas, en saltar más alto, en ganar carreras hasta la tienda de la esquina, en escupir más lejos. Talentos inútiles, diría uno. Por el resto, a la hora de la hora, era una más del montón. O por lo menos eso fue así hasta que cumplí los quince.

Pondré más clara la idea: en el orfanato estaba esta tradición, una de las únicas que llegamos a tener bien establecidas. En su cumpleaños número quince, toda chica y chico recibía un regalo especial. Lo de los regalos hay que reconocerlo: en navidad y en el resto de cumpleaños no eran frecuentes. El regalo del cumpleaños quince solía ser el más esperado por todos, lo fue para mí también, para qué mentir. No estaba segura de lo que sería, aunque sí traté con todas mis ganas de adivinarlo. Ya se podrán imaginar todos cómo estaba mi cabeza, pensando en miles de posibilidades por segundo, posibilidades que se esfumaron cuando la tuve frente a mí.

Una guitarra. Una de esas de segunda mano, acústica, de madera oscura barnizada con algunos golpes. En conjunto: perfecta. Cabe resaltar que yo no tenía ni idea de cómo tocar la guitarra y eso todo el mundo lo sabía, así que no tenía ni pista de por qué me la podían haber regalado. Solo supe al mirarla que había sido el gesto más hermoso que alguien había podido tener conmigo. Aunque estuviera usada, aunque estuviera un poco maltratada, era preciosa, era divina, era mía y me había sido entregada con tanto esmero que tuve que contener las lágrimas. No era que nos sobrara el dinero, en realidad. De hecho, todo el tiempo estábamos muy ajustados en los gastos, y por más barata que fuera, sabía que habían hecho un esfuerzo para comprármela, por lo que mi agradecimiento no tuvo límites.

Amar a la nada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora