**** 31. Verdades sin Mascaras. ****

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Me desperté temprano, con los primeros rayos de sol asomándose por la ventana. Aunque mi cuerpo aún pedía más descanso, mi mente había decidido despertar por lo que me levanté de inmediato. Caminé hacia el baño para atender mis necesidades humanas y, al salir, decidí ir directo a la cocina a prepararme una taza de café bien cargado. Sabía que había dormido poco, y mi necesidad de cafeína era más fuerte que nunca.

Al entrar en la cocina, me encontré con Doña Ana, que ya estaba allí.

—Buenos días, Nicol —saludó con una sonrisa, mientras yo me dispuse a preparar el café.

—Buenos días, Doña Ana. ¿Cómo ha amanecido? ¿Ha logrado descansar bien? —pregunté, tratando de mostrar interés en su bienestar.

—Sí, mi niña, he descansado bien. ¿Y tú? ¿Has dormido lo suficiente? ¿Te apetece algo para desayunar? Estaba a punto de preparar algo —ofreció con su habitual amabilidad.

—Bueno, la verdad es que no he dormido bien. Pero no se preocupe, no tengo hambre en este momento. Solo quiero una buena taza de café —respondí, mientras el aroma del café recién hecho comenzaba a llenar la cocina. Serví el café en una taza y empecé a sentir cómo mi cuerpo se despertaba poco a poco con cada sorbo que daba.

—Hay algo que quiero hablar contigo —dijo Doña Ana con un tono serio—. Quiero que sepas que te quiero mucho, lo sabes, ¿verdad? —yo asentí, tratando de entender adónde quería llegar—. Nicol, eres como una hija para mí.

—Yo también la quiero mucho, Doña Ana —respondí, tratando de tranquilizarla—. Y sé que me quiere como si fuera su propia hija. Pero necesito explicarle lo que sucedió ayer.

—Espera, por favor. Déjame terminar —pidió, y yo guardé silencio, expectante—. Durante años he visto cómo te has ido apagando. Ya no eras la chica sonriente que mi hijo una vez me presentó. Sigues siendo una mujer fuerte, pero me atrevería a decir que tu llama se apagó...

Su declaración me tomó por sorpresa, y sentí que un nudo se formaba en mi garganta. No esperaba que Doña Ana fuera tan comprensiva y sabia. Asentí con la cabeza, incapaz de decir nada en ese momento y ella continuó hablando.

—Hasta que tuviste el accidente. Ese día algo cambió en ti, lo noté al ver cómo ese hombre te cuidaba y se preocupaba por ti. En el momento en que te cargó en sus brazos delante de mi hijo y él no hizo nada, supe que te había perdido para siempre.

—Doña Ana, yo no quería faltarle el respeto ni a usted, ni a mi familia. Lo siento mucho, jamás fue mi intención que las cosas llegarán a estos extremos —dije con sinceridad, sintiéndome avergonzada.

—No tienes por qué disculparte, mi niña —respondió Doña Ana con dulzura—. Cuando mi Eduardo estaba vivo, era muy atento y cariñoso, siempre estaba muy al pendiente de mí. Nunca dio un día por sentado. Él me decía que todos los días se esforzaba por enamorarme como la primera vez que me vio. Que esa era la única forma de cultivar un amor eterno. Y tenía razón, después de que él murió, sigo recordando su cariño. Después de él, no ha existido otro amor que llene mi alma como lo hacía mi Eduardo.

Sus palabras me conmovieron profundamente, y no pude evitar sentir una gran tristeza por ella.

Ambas estábamos llorando. Le apreté las manos por encima de la mesa, dejándole sentir que estaba allí para ella, para apoyarla en lo que necesitara.

—Mira, Nicol. Mi hijo hace mucho tiempo que dejó de amarte. Solo te tiene aquí, encerrada en esta jaula de oro para fingir que tiene una familia feliz. Pero de feliz no tiene nada. Él no te merece.

—Doña Ana... No sé qué decir —pronuncié esas palabras sintiendo un dolor, una pérdida que antes no había experimentado.

—No digas nada, solamente escucha y espero que puedas comprender mi posición —dijo Doña Ana con una expresión seria. Tomó aire y prosiguió—. He sido cómplice de mi hijo, aunque me da mucha vergüenza decirte esto ahora.

Que La Marea Decida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora