Capítulo 11

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— Entonces, ¿estabais en la cocina y entraron a la casa?

— Por décima vez Daniel, sí estábamos en la puta cocina, y al escuchar un ruido nos fuimos a esconder.

Llevamos aproximadamente 10 minutos con la misma discusión.
No creen o no quieren creer, que alguien entró en la casa y que se pusieron a rebuscar.
Obviamente no les contamos sobre que nos habíamos besado o que el gran Ángel más "macho" me consola, ya que según él "hace que se le ve menos fuerte" pero ni entiendo el porqué.
Decido por acabar sentándome al lado de Ángel.

— Déjalo, no nos van a creer, va a dar exactamente igual si se los seguimos diciendo o no.

— Yo sí os creo, el que no os cree es Daniel.

— Es que cómo les voy a creer. Nadie de los grises se atreve a entrar a esta dichosa casa. ¿Por qué narices iban a querer entrar?

—¡Ya está, dejemos el tema aquí joder! — se le pesaron los músculos y casi se me cae la baba, se me olvidó que aún no se había puesto ninguna camiseta, y al verle tenso hizo que reaccionara.

— Sea como sea, ya lo descubriremos. Ahora debemos de ir a entrenar.

Incómoda, me levanto del sofá, dispuesta a ir a entrenar.
Todo era como los anteriores días donde habíamos entrenado.
Los mismos dichosos ejercicios, todo exactamente igual que hace 10 días.
Empezamos corriendo un tiempo, obviamente fui la única de los cuatro que se quedó sin aire, después sacaron un saco de boxeo, y la verdad, me sorprendió, ya que no me esperaba que lo sacaran, siempre era correr y dar patadas y puñetazos al aire.

— ¿Un saco de boxeo?

— Si, debes de empezar a dar puñetazos a algo duro si no quieres lesionarte estando en una pelea cuerpo a cuerpo.

Daniel empieza a sujetar el saco de boxeo, le doy lo más fuerte que puedo, y aunque al principio me dolían las manos y piernas, le acabé pillando el gustillo a dar patadas y puñetazos muy fuerte.
Literalmente hasta que no me empezaron a salir en los nudillos gotas de sangre no me dejaron parar, ver cómo la propia sangre caía se podría decir que me daba incluso placer. Me vendó las manos Vanesa y sacaron unos cuchillos.

— Muy bien enana, le diste muy fuerte.

— Ya.

— Ahora empezaremos a darle con cuchillos, tenemos que ver cuanta es tu puntería.

— Mi puntería es mala.

— Ya veremos — me dan un cuchillo y yo lo observo, es lo suficiente afilado para cortar, pero para poder clavarlo con lanzarlo desde la distancia que me indicaron, era bastante complicado, ya que, si se me da ya mal de por sí lanzar unos tristes balones, lanzar cuchillos afilados a dos metros no saldría bien.

— Ángela, ¿ves esa cruz?

— Sí.

— Lanza el cuchillo a esa cruz.

— De acuerdo. — Le hice caso y lo lancé, cerré los ojos, ya que, si daba alguien, no me apetecía verlo.

—¡Abre los ojos Ángela!

— No.

— Si, hazme caso, tienes que mirar qué tan cerca o lejos lanzaste el cuchillo.

— Está bien. — Abrí lentamente los ojos y me costó acostumbrarme a la luz.

— Mira, estuviste muy cerca. — Seguí con la mirada hacia la dirección que indicaba la mano de Vanesa y vi que se había quedado a unos pocos centímetros de la x.

— Ahora debes de probar a lanzar uno de los cuchillos sin cerrar los ojos. — Esta vez lo murmuró Ángel, mientras me agarraba de la cintura — Tienes que levantar más el brazo, echar hacia atrás el cuchillo y con mucha fuerza lanzarlo. — Me agarró del brazo y juntos lanzamos el cuchillo.

—¡Se clavó en el centro!

— Sí rubita, lo conseguiste, pero antes de seguir practicando deberíamos de quitar los cuchillos.

— ¿Quitarlos por qué?

— Es mi casa, y sólo tenemos un par de cuchillos para entrenar.

Le miro en forma de burla, ya que, que solo tengan dos cuchillos una familia de grises es una cosa muy rara.
Comienzo a andar lentamente hacia la dirección del saco de boxeo. En cuanto llego, quito el cuchillo que no había tocado la Cruz con bastante facilidad.
Voy directa con la mano al segundo cuchillo, empiezo a tirar de él, pero no puedo quitarlo.

— Chicos, no puedo quitar este cuchillo.

— Serás una flojucha.

— Deja de hablar y quítalo tú, imbécil.

— Relájate rubia. — Siento unos brazos agarrándome fuerte la cintura y un beso en la mejilla.

— Pues es verdad, no se puede quitar.

—¡Ves!

— Vale, iré yo. — Me soltó y se puso a tirar del cuchillo, de un momento a otro él se cayó de espaldas y el cuchillo salió volando.

— ¿Estás bien? — Nos acercamos casi corriendo a su lado y le toco el hombro —

— Sí, pero, ¿dónde cayó el maldito cuchillo?

— Salió volando detrás tuya y... ¿Está clavado en la pared?

— ¿Qué? — Soltamos Vanesa, Ángel y yo a la vez.

— Lo que dije, venid a ver qué coño hacemos.

Ayudo a levantarse a Ángel y nos quedamos mirándonos a los ojos durante unos segundos.
Hoy no lleva las lentillas azules que normalmente lleva puestas, se le ven esos ojos grises, que a cualquiera de este pueblo les aterreraría, pero a mí no.

— Chicos, el cuchillo está muy clavado. — Esa frase nos hizo volver a la realidad.

— Es imposible que se clave tanto en ladrillo. — Nos acercamos y empezamos a mirar por alrededor de la pared, sin sentido alguno empiezo a dar golpecitos por todo el muro, y, ¡bingo!

— Oíd aquí, suena distinto a todo el muro. 

 

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Ojos GrisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora