Capitulo Nueve

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Para cuando llegó a su taquilla, el aturdimiento se disipaba ya y el nudo en su garganta intentaba disolverse en lágrimas. Pero no lloraría en el instituto, se dijo, no iba a hacerlo. Tras cerrar la taquilla, se encaminó a la salida principal.

Por segundo día consecutivo, regresaba a casa del instituto justo tras sonar la última campana, y sola. Tía Jenna no podría sobrellevarlo. Pero cuando Elena llegó a su casa, el coche de tía Jenna no estaba en la entrada; ella  debía de haber ido al mercado. La casa estaba silenciosa y tranquila cuando Elena abrió la puerta.

Agradeció la quietud; quería estar sola en aquellos momentos. Pero, por otra parte, no sabía exactamente qué hacer consigo misma. Ahora que finalmente ya podía llorar, descubrió que las lágrimas no acudían. Soltó la mochila sobre el suelo del vestíbulo delantero y entró despacio en la sala de estar.

Era una habitación hermosa e imponente, la única parte de la casa además del dormitorio de Elena que pertenecía a la construcción original. La primera casa se había construido antes de 1861 y se había quemado casi por completo durante la guerra de Secesión. Todo lo que se pudo salvar fue esa habitación, con su elaborada chimenea enmarcada por molduras en forma de volutas, y el gran dormitorio del piso superior. El bisabuelo del padre de Elena había construido una nueva casa y los Gilbert habían vivido en ella desde entonces.

Elena giró para mirar por una de las ventanas que iban desde el suelo hasta el techo. El cristal era antiguo y grueso y mostraba ondulaciones, y todo en el exterior quedaba distorsionado, con un aspecto ligeramente sesgado. Recordó la primera vez que su padre le había mostrado aquel viejo cristal con ondulaciones, cuando ella era más joven.

La sensación de ahogo había regresado a su garganta, pero las lágrimas seguían sin acudir. Todo en su interior era contradictorio. No quería compañía, y a la vez se sentía dolorosamente sola; realmente quería pensar, pero ahora que lo intentaba, los pensamientos la esquivaban como ratones huyendo de una lechuza blanca.

«Una lechuza blanca... ave de presa... devorador de carne... cuervo»,pensó.

«El cuervo más grande que he visto nunca», había dicho Matt.

Los ojos volvieron a escocerle. Pobre Matt. Le había herido, pero él se lo había tomado muy bien. Incluso había sido amable con Stefan.

Stefan. Su corazón dio un baquetazo, violento, arrancando a sus ojos dos lágrimas ardientes. Bueno, por fin lloraba. Lloraba de rabia y humillación y frustración... ¿y qué más?¿Qué había perdido en realidad ese día? ¿Qué sentía en realidad por aquel desconocido, aquel Stefan Salvatore? Era un desafío, sí, y eso le hacía ser distinto, interesante. Stefan era exótico..., excitante.

Resultaba curioso, justo lo que algunos chicos le habían dicho a veces a Elena que ella era. Y más tarde se enteraba por ellos, o por sus amigos o hermanas, de lo nerviosos que estaban antes de salir con ella, cómo se les ponían sudorosas las palmas de las manos y sentían el estómago lleno de mariposas. A Elena esas historias siempre le habían parecido divertidas. Ningún chico de los que había conocido a lo largo de su vida la había puesto nerviosa.

Pero al hablar con Stefan hoy, su pulso se había acelerado y las rodillas habían estado a punto de doblarse. Había tenido las palmas húmedas. Y no había habido mariposas en su estómago..., había habido murciélagos.

¿Le interesaba el muchacho porque la ponía nerviosa? No era una buena razón, se dijo. De hecho, era una muy mala razón.

Pero estaba también aquella boca. Aquella boca tan perfecta que hacía que sus rodillas se doblaran con algo que no tenía nada que ver con el nerviosismo. Y aquellos cabellos castaño ; sus dedos ansiaban entretejerse en su suavidad. Aquel cuerpo ágil de una musculatura perfecta, aquellas piernas largas... y aquella voz. Fue su voz lo que la había decidido el día anterior, haciendo que se sintiera totalmente empeñada en tenerle. Su voz había sido serena y desdeñosa al hablar al señor Tanner, pero extrañamente persuasiva a pesar de todo. Se preguntó sipodría volverse misteriosa y oscura también, y cómo sonaría pronunciando su nombre, susurrando su nombre...

—¡Elena! —Elena se sobresaltó, la ensoñación hecha pedazos. Pero no era Stefan Salvatore quien la llamaba, era tía Judith que abría la puerta con un traqueteo. —. ¿Estás en casa?

La desdicha volvió a embargar a la muchacha, y paseó la mirada por la cocina. No estaba en condiciones de enfrentarse a las preguntas preocupadas de su tía ni la ignorancia de  en aquellos momentos. No con las pestañas húmedas y nuevas lágrimas amenazando con aparecer en cualquier instante. Tomó una decisión relámpago y se escabulló en silencio por la puerta trasera mientras la puerta principal se cerraba de un portazo.

𝔇𝔢𝔫𝔤𝔢𝔯ᴷᴬᵀᴱᴿᴵᴺᴱ ᴾᴵᴱᴿᶜᴱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora