Capitulo veintiocho

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Elena corrió dando tumbos por el pasillo en penumbra, intentando visualizar lo que había a su alrededor. Entonces el mundo se iluminó repentinamente con un parpadeo y se encontró rodeada de familiares hileras de taquillas. Su alivio fue tan grande que estuvo a punto de gritar. Jamás había pensado que se sentiría tan contenta simplemente por el hecho de ver. Permaneció parada un instante para mirar a su alrededor agradecida.

— ¡Elena! ¿Qué haces aquí fuera?

Eran Meredith y Bonnie, que venían a toda prisa por el pasillo hacia ella.

— ¿Dónde habéis estado? —les preguntó con ferocidad.

Meredith hizo una mueca.

—No conseguíamos encontrar a Shelby. Y cuando por fin lo hicimos, estaba dormido. Hablo en serio —añadió ante la mirada incrédula de Elena—, dormido. Y no podíamos despertarle. Hasta que las luces regresaron no abrió los ojos. Entonces iniciamos el regreso hacia el gimnasio. Pero ¿qué haces tú aquí?

Elena vaciló.

—Me cansé de esperar —dijo con tanta jovialidad como le fue posible—. De todos modos, creo que hemos hecho suficiente trabajo por hoy.

—Ahora nos lo dices —replicó Bonnie.

Meredith no dijo nada, pero le dedicó a Elena una aguda mirada escrutadora, y ésta tuvo la desagradable sensación de que aquellos ojos oscuros veían por debajo de la superficie.

Todo el fin de semana, y a lo largo de la semana siguiente, Elena trabajó en planes para la Casa Encantada. Nunca disponía de tiempo suficiente para estar con Stefan, y eso resultaba frustrante, pero aún más lo era el mismo chico. Percibía su pasión por ella, pero también que él intentaba luchar contra ese sentimiento, negándose aún a estar a solas con ella. Y en muchos aspectos seguía siendo para Elena un misterio tan grande como lo había sido la primera vez que le vio.

Jamás hablaba de su familia o de su vida antes de llegar a Mystic Foll, y si ella le hacía alguna pregunta, la desviaba. En una ocasión le preguntó si echaba de menos Italia y si lamentaba haberse ido de allí, y por un instante sus ojos se habían iluminado, el color cafe como el de un roble.

—¿Cómo podría lamentarlo si tú estás aquí? —contestó, y la besó de un modo que hizo desaparecer toda pregunta de su mente.

En aquel momento, Elena supo lo que era ser totalmente feliz. También percibió la alegría que sentía él, y cuando Stefan se apartó ella vio que su rostro estaba radiante, como si el sol brillara a través de él.

—Elena —susurró.

Los buenos momentos eran así. Pero la había besado cada vez con menos frecuencia últimamente, y ella sentía que la distancia entre ambos se ensanchaba.

Aquel viernes, ella, Bonnie y Meredith decidieron pasar la noche en casa de los Bennet. El cielo era gris y amenazaba con llovizna mientras ella y Meredith marchaban hacia casa de Bonnie. Era inusualmente frío para ser mediados de octubre, y los árboles que bordeaban la tranquila calle habían sentido ya el mordisco de fríos vientos. Los arces eran una llamarada escarlata, mientras que los ginkgos mostraban un amarillo radiante.

Bonnie las recibió en la puerta

— ¡Todo el mundo se ha ido! Tendremos la casa para nosotras hasta mañana por la tarde, cuando mi abuela regrese de Leesburg. —Les hizo señas para que entraran, a la vez que trataba de agarrar al sobrealimentado pequinés que intentaba salir—. No, Yangtzé, quédate dentro. Yangtzé, no, ¡no lo hagas! ¡No!

Pero era demasiado tarde. Yangtzé había escapado y corría como una exhalación por el patio delantero hasta el solitario abedul, donde se puso a lanzar ladridos agudos en dirección a las ramas, agitando violentamente los michelines del lomo.

—Vaya, ¿qué persigue ahora? —dijo Bonnie, llevándose las manos a las orejas.

—Parece un cuervo —respondió Meredith. Elena se quedó rígida. Dio unos cuantos pasos hacia el árbol y alzó la vista al interior de las doradas hojas. Y allí estaba. El mismo cuervo que ya había visto dos veces anteriormente. A lo mejor tres veces, se dijo, recordando la figura oscura que alzó el vuelo desde los robles en el cementerio.

Mientras lo contemplaba sintió que se le hacía un nudo de miedo en el estómago y que sus manos se quedaban heladas. El ave volvía a mirarla fijamente con su brillante ojillo negro, en una mirada casi humana. Aquel ojo... ¿Dónde había visto un ojo como aquél antes?

𝔇𝔢𝔫𝔤𝔢𝔯ᴷᴬᵀᴱᴿᴵᴺᴱ ᴾᴵᴱᴿᶜᴱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora