Capitulo treinta y uno

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Stefan alzó la cabeza del cuello suave como terciopelo de la hembra de gamo. El bosque estaba inundado de ruidos nocturnos, y no pudo estar seguro de cuál le había molestado.

Con el Poder de la mente de Stefan distraído, el ciervo salió de su trance, y el chico sintió cómo los músculos de la hembra se estremecían mientras intentaba incorporarse.

«Márchate, pues», pensó, recostándose y liberándola por completo. Con unacontorsión y un empujón, el animal se levantó y huyó.

Había tenido suficiente. Quisquillosamente, se lamió las comisuras de la boca, sintiendo cómo los colmillos se retraían y perdían su filo, extremadamente sensibles como siempre tras una alimentación prolongada. Empezaba a resultarle difícil saber cuánto era suficiente. No había sentido mareos desde lo ocurrido junto a la iglesia, pero vivía temiendo su regreso.

Vivía con un miedo concreto: que recuperaría los sentidos un día, con la mente confusa, y se encontraría con el grácil cuerpo de Elena inerte en sus brazos, la fina garganta marcada con dos heridas rojas, el corazón detenido para siempre.

Eso era lo que podía esperar.

La sed de sangre, con toda su miríada de terrores y placeres, era un misterio para él, incluso en la actualidad. Aunque había vivido con ella diariamente durante siglos, seguía sin comprenderla. Como un humano vivo, sin duda se habría sentido repugnado, asqueado, por la idea de beber el sustancioso y cálido líquido directamente de un cuerpo vivo. Es decir, si alguien le hubiese propuesto tal cosa en tales términos.

Pero no se habían utilizado palabras esa noche, la noche en que Katherine le había cambiado.

Incluso después de todos esos años, el recuerdo era nítido:



Estaba durmiendo cuando ella apareció en su habitación, moviéndose con tanta suavidad como una visión o un fantasma. Él dormía, solo...

Llevaba puesto un fino camisón suelto de hilo cuando fue a él.Era la noche anterior al día que ella había designado, el día en que anunciaría su elección. Y fue a verle a él.

Una mano blanca separó las cortinas que rodeaban el lecho, y Stefan despertó del sueño, incorporándose alarmado. Cuando la vio, con los cabellos de un castaño brillando sobre sus hombros, los ojos cafe sumidos en sombras, la sorpresa lo dejó mudo.

Y el amor. Nunca había visto nada más hermoso en su vida.

Tembló e intentó hablar, pero ella posó dos dedos fríos sobre sus labios.

—Silencio —susurró la joven, y el lecho se hundió bajo el peso de Katherine.

El rostro de Stefan se encendió, su corazón palpitaba atronador de vergüenza y emoción. Nunca antes había habido una mujer en su lecho. Y aquélla era Katherine; Katherine, cuya belleza parecía proceder del cielo; Katherine, a la que amaba más que a su propia alma.

Y porque la amaba, realizó un gran esfuerzo. Mientras la muchacha se deslizaba bajo las sábanas, acercándose tanto a él que pudo sentir el frescor del aire nocturno en la fina prenda que la cubría, consiguió finalmente hablar.

—Katherine —susurró—. Podemos... esperar. Hasta que estemos casados por la Iglesia. Haré que mi padre lo organice la semana que viene. No... no transcurrirá mucho tiempo...

—Silencio —musitó ella otra vez, y él sintió aquel frescor de su piel.

No pudo contenerse; la rodeó con los brazos, sujetándola contra él.

—Lo que hacemos ahora no tiene nada que ver con eso —siguió ella, y alargó los delgados dedos para acariciar su garganta.

El comprendió. Y sintió como un ramalazo de temor, que desapareció a medida que los dedos de ella siguieron acariciándole. Deseaba eso, deseaba cualquier cosa que le permitiera estar con Katherine.

—Recuéstate, amor mío —susurró ella.

«Amor mío.» Las palabras zumbaron en su interior mientras se recostaba en la almohada, inclinando la barbilla hacia atrás para dejar al descubierto la garganta. Su miedo había desaparecido, reemplazado por una felicidad tan grande que pensó que lo haría pedazos.

Percibió el suave roce de sus cabellos sobre su pecho, e intentó calmar su respiración. Sintió el aliento de la joven en su garganta, y luego los labios. Y a continuación los dientes.

Sintió un dolor punzante, pero se mantuvo muy quieto y no profirió ningún sonido, pensando sólo en Katherine, en cómo deseaba ser de ella. Y casi al momento el dolor cesó y sintió que le extraían la sangre del cuerpo. No era terrible, como había temido. Era una sensación de dar, de alimentar.

Luego fue como si sus mentes se fusionaran, convirtiéndose en una. Sentía la alegría de Katherine al beber de él, su deleite al tomar la cálida sangre que le proporcionaba vida. Y él supo que ella percibía su deleite al dársela. Pero la realidad se alejaba, los límites entre los sueños y el despertar se desdibujaban. No podía pensar con claridad; no podía pensar en absoluto. Sólo era capaz de sentir, y sus sentimientos ascendían en espiral sin pausa, elevándolo más y más, cortando sus últimos lazos con la vida terrenal.

Algo más tarde, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en los brazos de ella. Lo acunaba como una madre sujetando a un bebé, guiando su boca para que se posara en la carne desnuda justo por encima del escote de su camisón. Allí había una herida diminuta, un corte que aparecía oscuro sobre la piel pálida. No sintió ni miedo ni vacilación, y cuando ella le acarició los cabellos para darle ánimos, empezó a succionar.



Frío y meticuloso, Stefan se sacudió la tierra de las rodillas. El mundo de los humanos dormía, sumido en un sopor, pero sus propios sentidos estaban agudizados como un cuchillo. Debería haberse saciado, pero volvía a tener hambre; el recuerdo había despertado su apetito. Ensanchando las fosas nasales para captar el rastro almizcleño del zorro, inició la caza.

𝔇𝔢𝔫𝔤𝔢𝔯ᴷᴬᵀᴱᴿᴵᴺᴱ ᴾᴵᴱᴿᶜᴱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora