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𝗘𝗹 𝗰𝗮𝗹𝗱𝗲𝗿𝗼 𝗖𝗵𝗼𝗿𝗿𝗲𝗮𝗻𝘁𝗲

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Heather podía ir donde le apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo no saldría a menos que fuera necesario.

Desayunaba por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaba viendo a los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían llegado del campo para pasar un día de compras; magos de aspecto venerable que discutían sobre el último artículo aparecido en la revista La transformación moderna; brujos de aspecto primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta ocasión, una bruja con un pasamontañas de gruesa lana, que pidió un plato de hígado crudo.

Después del desayuno, Heather salía al patio de atrás, sacaba la varita, golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la basura, y se quedaba esperando hasta que se abría en la pared el arco que daba al callejón Diagon.

Heather pasaba aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y comiendo bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés, donde los ocupantes de las otras mesas se enseñaban las compras que habían hecho («es un lunascopio, amigo mío, se acabó el andar con los mapas lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso de Sirius Black («yo no pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que Sirius vuelva a Azkaban»).

Heather ya no tenía que hacer los deberes bajo las mantas y a la luz de una vela; ahora podía sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la Heladería Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional ayuda del mismo Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la quema de brujas en los tiempos medievales, daba gratis a Heather, cada media hora, un helado de limón o menta granizada.

Tampoco tenia que sentarse en un lugar alejado para leer tranquilamente, por eso, cada que terminaba el día leía hasta tarde en su cama, que era muy comoda, en compañia de Merlín que le llevaba ratones muertos.

Después de llenar el monedero con galeones de oro, sickles de plata y knuts de bronce de su cámara acorazada en Gringotts, necesitó mucho dominio para no gastárselo todo enseguida.

Le tentaba una gran bola de cristal con una galaxia en miniatura. Pero lo que más a prueba puso su decisión apareció en una de sus tiendas favoritas (Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.

𝖧𝖾𝖺𝗍𝗁𝖾𝗋 𝖩𝗈𝗌𝖾𝗉𝗁𝗂𝗇𝖾 𝖯𝗈𝗍𝗍𝖾𝗋Donde viven las historias. Descúbrelo ahora