| Prólogo |

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00 | Víctor 

 El  hombre arrastraba su cuerpo en el suelo como si su vida dependiera de ello.

Su cuerpo casi moribundo era golpeado por la desesperación, la angustia y la repulsión de perder otra de sus extremidades. 

Que yo le arrancara una de sus extremidades. 

Sus manos se deslizaban contra el piso como si quisiera sujetarse de algo. Sus pies no se movían, pero sus muslos sí.

Por cada paso que daba, dejaba un río de sangre, manchando la pulcritud del suelo.

Su sangre.

Algunas tripas también estaban dispersadas, saliendo de sus extremidades.

Las respiraciones aceleradas del hombre aumentaban conforme pasaban los segundos, como si le temiera al tiempo.

Parecía un gusano retorciéndose en la tierra más paupérrima. Llena de desechos, heces, orina y basura.

Era el lugar al que pertenecía.

Viendo con sigilo cómo se arrastraba, decidí seguirlo. Caminé lentamente, recorriendo el camino de sangre que habían dejado sus movimientos.

El sonido de mis pasos rebotó por las paredes de la habitación, como si fueran el prefacio de su muerte.

Algo que, en definitiva, pasaría. Pero no por el momento.

No ahora.

El hijo de puta merecía sufrir.

Conforme me acercaba, empezó a arrastrarse más rápido. Y más rápido. Sus dedos se tensaban y su espalda se erguía de miedo.

Tembló de temor cuando estuve a la altura de su cabeza. Paró.

—Por favor...—sollozó—. Por favor..., puedo darte dinero...

—El dinero es lo último que necesito. —fruncí el ceño, asqueado por el hedor a sangre.

Su cabello estaba bañado por el sudor y la sangre. Todo su cuerpo, de hecho, estaba bañado de ello. El hombre tenía diez huecos en cada parte de sus extremidades. Un clavo en el ojo. Dos en su brazo izquierdo hechos por un cuchillo. Dos en su brazo derecho por un destornillador. Tres huecos en cada una de sus piernas. Y uno grande que dejaba salir sus intestinos por su estómago.

Hizo el gesto de intentar avanzar otro paso más. Moví mi pie e hice que mi zapato le aplastara cada uno de sus dedos. Los huesos crujieron cuando ejercí fuerza. Mi rostro se mantuvo impasible ante su grito de dolor.

—Necesito su información.

—Yo...—soltó, agonizante.

—Vas a decirme—quité mi zapato de sus dedos y lo puse encima de su cabeza. El hombre emitió un gemido cuando su frente chocó contra el suelo. Pero gritó cuando el clavo se enterró más en su ojo globular.

Había estado torturando al hombre por más de una semana, tratando de sacarle la información necesaria para poder descifrar la situación en donde estaba envuelto.

La situación donde miles de vidas de inocentes estaban envueltos.

Incluyendo la mía.

Mi pie ejercía fuerza y presión contra el hueso de su cráneo. Apreté los dientes, pronto tendría que comprarme otros zapatos. Este ya estaba contaminado con el asqueroso sudor del idiota que tenía debajo de mí.

—¿Y bien?—moví su cabeza de un lado a otro, generando gemidos de dolor— ¿Lo dirás?

Silencio.

Por varios segundos, silencio.

Tensé mi mandíbula. La situación ya me estaba irritando por completo.

Había una semana desde que mis hombres habían capturado al idiota y lo habían puesto en la sala de torturas. Había intentado sacarle información mencionando todo lo que yo sabía respecto a su familia. Dónde estaban, qué hacían, cómo se encontraban. Tembló de miedo, pero no soltó nada.

Al parecer, su lealtad era muy grande.

Pateé su cabeza.

Entonces, cuando por fin, iba a dar por terminado todo este asunto y saqué mi pistola, confesó:

— Se está dirigiendo a Francia. —las palabras eran más bajas conforme pasaban los segundos—. El viernes trece de la próxima semana. Piensan poner a cabo su plan en la noche, a las diez exacto. Ya tienen a su víctima.

Parpadeé, satisfecho por fin.

Volví a ejercer la presión de mi zapato contra su cabeza. Me había dado la información que requería después de varios días.

Se hizo un silencio. 

El aire denso solamente gobernaba en la habitación al igual que la oscuridad. No había nada más que oscuridad. Dentro de las cuatro pareces solo había sangre, el cuerpo del idiota en el suelo y el temor a la muerte.

Era la habitación de torturas.

Y ninguna de mis víctimas salía viva de aquí.

El cuerpo del hombre se hincho lentamente.

—Me..., ¿me dejará vivir?

Alejé mi pie de su cráneo. De una pateada lo volteé. Lo hice verme.

—¿Cómo se llama la cabecilla de todo?

Tragó saliva con dificultad.

—Mort.

Silencio otra vez.

—¿Me dejará...vivir?—insistió.

Mantuve el rostro condescendiente e impasible cuando pasé mi pistola a mi mano derecha y la apunté.

—No—entonces, disparé.

Y la sangre salpicó mi rostro como si fuera lluvia cayendo del cielo.

Cerré los ojos mucho antes de que el líquido rojo los tocara. 

Lo que menos necesitaba era sentir el sabor de su asquerosa sangre de mierda.

Aún así, abrí los ojos y me alejé de su cuerpo. Me dirigí a la mesa de marfil y agarré un pañuelo. Terminó mojado de sangre cuando me limpié el rostro con él.

Se iban a Francia, mi país.

No lo permitiría.

Los mataría.

Y continuaría con la venganza que tantas ansías tenía.

Caminé hacia la salida. Mi rostro se tensaba con cada respiración que daba.

Nada podía distraerme de mi venganza.

Nada. Ni nadie. 

Detrás de ti (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora