Uno

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Julian Keller




El Reino Rojo era amplio y basto, con tierras fértiles y agua abundante. Limitaba con la costa occidente donde el agua era más fría, y con la costa oriental donde el agua caliente atraía a los barcos a amarrar en sus muelles. Poseía altas montañas que se alzaban en el horizonte, y decrecían a medida que el pueblo se desarrollaba. Las calles adoquinadas eran una novedad del último siglo, así como las farolas que iluminaban las calles principales de Crest, el capitolio donde yo vivía. Y en ese reino tan grande, su gobernante era un hombre perverso y estúpido. Dirk Bauer era la definición de pedantería y arrogancia. Lo odiaba.

Él era el rey, un título que en mi opinión debieron conferírselo a un campesino antes que a ese sinvergüenza. Era el único hijo de los difuntos reyes, Lex y Amelia, y era su derecho de nacimiento, pero yo desearía que fuera diferente. El reino no estaba en lamentables condiciones, aunque me costara admitirlo, y era próspero y desarrollado, pero él, Dirk Bauer era simplemente insufrible.

Alto, apuesto, de cabello negro y nariz perfilada, y cuerpo atlético, amante de los caballos y de las serpientes (¡Un loco!), de ojos azules profundos como el mar de oriente, aunque eran tan gélidos como lo era el de occidente. Aterrador. Así lo resumía yo en mi diario divagar.

Debo admitir que ese sujeto tan despreciable ocupaba gran parte de mis pensamientos porque desafortunadamente mi padre era su mano derecha, un trabajo que nos otorgó un título nobiliario y una posición privilegiada. El rey y yo nos conocemos desde que tengo uso de razón. Él era mucho mayor a mí. Yo tenía solo diecinueve años y él iba ya por los treinta y dos. No puedo decir que el haber crecido vagamente juntos nos haya dado una relación de amistad o de hermanos. ¡Dios sabe que si pudiera lo mataría! No, él me detestaba tanto como yo a él y era una relación que funcionaba maravillosamente para ambos.

A comparación de él y lo que él mismo llama la belleza masculina, yo soy solo un pobre y triste ratón de biblioteca. Perdón, topo de biblioteca, así le placía llamarme en medio de nuestras innumerables peleas.

Aunque él era la nube gris que azotaba mi vida, tenía una muy brillante estrella a mi lado. Mi amado Jen. Él era un simple armero del ejército del reino. Alto, unos pocos centímetros menos que el metro noventa de Dirk, apuesto, de cabello azabache y ojos del mismo color que eran mi rincón favorito. Era alto y fuerte, con un carácter a juego.

Lo conocí por casualidad hace un par de años cuando yo tenía dieciocho años y fui presentado en sociedad como un doncel listo para ser cortejado. Esa es una de las tradiciones que más odio. Claro que siendo yo tan rebelde como era no le permití a mi padre escogerme marido. Cuando lo conocí a él supe que fue la mejor elección. Él trabajó como guardia de la casa durante la velada en donde el rey fui invitado. Según escuché de las sirvientas, muchas personas esperaban que yo me desposara con es gigantesco pedazo de ser humano sin neuronas, pero no les daría el placer de verme en tan humillante situación. Así me enamoré de Jen, solo viendo su sencillez y el cariño que me tenía.

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