Treinta

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Julian Keller


Irme a casa de mi padre resultó en una humillación absurda. Yo había mantenido mi palabra y no me había relacionado con Jen más allá de lo necesario, pero Dirk era incapaz de oírme o de creerme. Mi padre apeoró con la noticia de mi visita a su casa, creía que el rey estaba..., alejándome de él.

Y quizás así era. Tal vez se cansó de mí y decidió dejar de jugar a los esposos.

Pasé dos días con mi padre antes de que él me forzara a un interrogatorio.

—No he hecho nada, padre.

—Entonces, si es así, ¿por qué el rey está tan enfadado?

Porque era un tonto orgulloso y además sordo.

—... No ha querido que le explique lo que ocurrió.

—Dímelo a mí, ¿qué ocurrió con Lehmann?

—Fue al castillo por la tarde, llevó un juguete para nuestro hijo y... Como le prometí a Bauer, le expliqué que ya no podía volver ahí o a buscarme, pero él insistió en que el bebé era su hijo y que era su derecho visitarme.

—Él no tiene ningún derecho —escupió mi padre.

—Jen se negó a dejar de ver al bebé antes de que naciera, y luego...

—¿Luego?

—Él me pidió algo —murmuré—. Hace meses me entregó un cofre con cien corales, herencia de un abuelo, y me los pidió. Así que fui a nuestra casa a buscarlo.

—Así que eso es... Fuiste por el bosque con ese hombre y los sirvientes debieron verte.

—Y corrieron a contárselo todo a Bauer, sí.

—Oh, Julian. Deberías dejar de verte con ese hombre, definitivamente, así al menos salvarías tu matrimonio. El rey es un buen hombre.

No lo dudaba, y tampoco fue jamás mi intensión lastimarlo. Fue un acto inocente que salió terriblemente.

—Habla con él, haz que te escuche.

—Pero él-

—Cariño mío, los donceles como tú tienen muchas maneras para adueñarse de la atención de un hombre.

—Y si..., ¿y si aún contándole todo, él aún no desea verme?

—Tendrás que esforzarte nuevamente.

****

Siguiendo el consejo de mi padre y en pos de su paz mental, regresé al Westville esa tarde, cerca de las seis y media cuando el frío otoñal empezaba a hacer de la oscuridad un manto gélido.

En el salón, los sirvientes que me vieron poseían una muy peculiar mueca en sus rostros. Algunos me miraban con recelo, otros con pena, y otros casi con asco mal disimulado. Supuse, entonces, que sabían de mi riña con el rey y que habían tomado bandos. La mayoría lo apoyaban a él y no me sorprendía.

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