Veinte y siete

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León de Cervantes


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—¿Qué estás haciendo aquí y a estas horas de la noche? —fue mi primera pregunta.

—Necesitaba verte, León. He querido explicarte lo que ocurrió, pero-

—No es necesario. Te lo dije. No te obligaré a nada que no desees. Es imposible para mí pujar los sentimientos de tu corazón.

—Calla, por favor —replicó con mucha impaciencia—. De verdad necesito que calles y me escuches.

Aún contra mi mejor y más lógico juicio, asentí. Lo hice pasar y me lo llevé directo a mi recámara, ahí donde el fuego de la chimenea abrigaría su pequeño cuerpo. Además, aunque era ya muy tarde, no pretendía que ningún sirviente escuchara de mis asuntos con Daniel.

Mi habitación era abrigada y acogedora, aun si la casa no estaba en su mejor estado y tenía demasiados defectos desatendidos.

Daniel corrió hasta la chimenea, se arrodilló y puso sus manos en alto para calentarse. Yo tomé una manta gruesa y caliente de junto a mi cama y con ella lo cubrí. Él gimoteó como un pequeño gatito.

—Afuera hacía mucho frío.

—Y has venido cabalgando varias horas —jadeé—. Eres un muchacho irresponsable.

—Tenía que venir a verte..., no podía dejarte marchar sin que antes me escucharas.

Resoplé sin querer.

—Bien. Estoy dispuesto a escucharte.

Me senté justo detrás de él en el sofá. A Daniel le tomó un tiempo abrigarse, o tomar valor suficiente como para darse vuelta. Arrodillado en medio de mis piernas, la imagen me dio un aire de arrogancia y poder sobre él que causó un temblor en mi cuerpo.

—Lo lamento —murmuró con la mirada baja. Esos dulces ojos eran cubiertos por sus espesas pestañas, aquellas que me gustaba ver batir cuando quería algo como mero capricho—. No pretendí lastimar tu corazón..., solo quise tener una respuesta. Estaba enfadado y celoso, lo admito, y actué de forma aberrante. También dije muchas cosas de las que me arrepiento...

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