Treinta y siete

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Dirk Bauer


El embarazo de Julian empezaba a notarse más de lo que debería, aunque mi pequeño esposo era sumamente hábil al esconder su estado. Sin embargo, la sociedad era demasiado perspicaz y en cualquier momento podrían descubrirlo. Los cuchicheos y chismes no eran algo de lo que me quisiera hacer cargo cuando en el reino había asuntos más apremiantes. No obstante, ya había planeado algo, a pesar de ello, el problema radicaba en que la situación del reino era compleja. Aún con nuestros esfuerzos en la frontera, los vándalos y ladrones seguían encontrando maneras de entrar en nuestro territorio. Habían usado incluso las maneras más escandalosas. Cruzar el ancho río, escabullirse por el espeso bosque, incluso con túneles subterráneos. Sí, nuestro reino era prospero, pero sus esfuerzos por entrar se debían a algo más. Era una invasión.

Buscaban debilitar nuestras fronteras y llegar al capitolio. Y alguien los estaba guiando, alguien que estaba dentro de Crest y sabía lo que ocurría entre los militares.

Pero yo era un diablo viejo y astuto, aunque estuviera mal decirlo.

Había enviado una tropa de soldados a custodiar la frontera y un equipo a averiguar sobre el estado interno del reino vecino. Los primeros informes llegarían en solo unas horas y me ayudarían a tomar una decisión.

Pero ahora..., ahora solo podía pensar en lo lindo que era mi esposo. Sentado sobre mi regazo, con sus sensibles pezones, que empezaban a hincharse por la leche, erectos y saludándome mientras Julian rebotaba sobre mi regazo. Era una imagen tan estimulante. Sus caderas se sacudían con vehemencia y necesidad notoria; su polla rebotaba como su culo a cada empuje de mi miembro por su ajustado canal. Por su pequeña nariz de botón se deslizaban sus anteojos los cuales se negó a quitar alegando que deseaba verme apropiadamente, en vez de que solo fuera una mancha borrosa. Me fascinaba, tenía que admitir, su cabello rubio desarreglado que yo podía tirar cuando lo tenía sobre sus rodillas y me permitía follarlo rudamente.

No había nada mejor que tenerlo unido a mí para despertar.

—Oh, Dirk —gimoteó, y su voz se rompió cuando mi boca se cerró en su cuello. Él se estremeció y dejó por unos instantes de danzar sobre mi verga.

—Oh, no, toppo —rugí—. No pares. Quiero que te corras con mi polla en tu culo.

Pero yo sentí sus piernas temblar al intentar obedecerme, así que tomé el mando tal como me gustaba. Lo tiré a la cama y me subí sobre él. Sus piernas las ubiqué sobre mis hombros mientras mi verga seguía hundida en su cálido interior. Sus pequeños pechos danzaron y yo solo pude ansiar verlos más crecidos, rosados y a rebosar de leche que yo chuparía. Quería grabar mi nombre sobre sus senos, porque eran míos como lo era él.

—Dioses, Julian —refunfuñé al verlo tan sonrojado y necesitado. Me gustaba tenerlo así y saber que era por mí, que era yo quien le provocaba los más terribles calores.

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