Treinta y dos

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Julian Keller


No regresé a Westville en toda una semana con la excusa de que cuidaría de mi padre. A nadie le pareció raro, pero yo estaba desecho. Cada noche recordaba lo que había pasado y mi conciencia solo se mortificaba escuchando sobre los asuntos de la corte a donde no había podido regresar por la misma razón por la que había vuelto al lugar que fue mi hogar por años.

Y no había tenido el infortunio de tener que volver a ver a Dirk. Él no me buscó en esa semana, ni un solo día. Tampoco fue a visitar a mi padre y se valía cobardemente de sirvientes que iban y venían en su nombre.

Mi padre creía que estábamos al borde de una separación cataclísmica, y quizás así era. Estaba enfadado y profundamente ofendido por la actitud de mi esposo. Él había renunciado a la posibilidad de escucharme y de arreglar las cosas, y yo, a volver a vivir esa fantasía rosa en la que nos hundimos en Whitgrave.

Estábamos mi padre y yo en el salón de te frente al jardín. El día era algo tempestuoso, y combinaba a la perfección con mi humor actual.

—No deberías pasar tanto tiempo aquí, Julian.

—¿Y a dónde se supone que iría?

—Deberías regresar al castillo. No es sano, ni para su matrimonio ni para la sociedad, que los reyes se distancien tanto apenas regresados de su luna de miel.

—Si a mi esposo no le interesa lo que piense la sociedad sobre nuestra nefasta unión, a mí tampoco tiene porqué importarme.

—¡Son imposibles! ¿Acaso no se dan cuenta de que están matando su matrimonio?

—Me doy cuenta, padre, que intenté convivir con un hombre enjaulado por prejuicios hacia mí. No desea escucharme, bien, yo no me explicaré —bufé—. No desea verme y no iré yo a interrumpir sus affairs.

—¿Eso harás mañana en la noche? ¡La fiesta del solsticio de otoño es una celebración para los reyes!

—Dirk seguramente llevará a la señorita Dalia para reemplazarme. La tendrá colgando de su brazo toda la noche —escupí con rabia.

—¡No! Ese es tu lugar. Eres el esposo del rey aun si ustedes están en una muy difícil situación. Es tu deber y derecho, Julian.

—¿Entonces debo fingir simpatía cuando lo vea con esa mujer por los rincones?

—No necesito ni quiero tu simpatía, Julian, pero sería algo impropio si mi esposo no atendiera a la celebración.

Maldije entre dientes. Al darme vuelta ahí lo vi, tan arrogante y serio como ya era costumbre, pero sabía que internamente se vanagloriaba con el enojo que yo sentía burbujeando en mi garganta.

—Su alteza —saludó mi padre haciendo un ademán con la cabeza.

—Albert, espero que te encuentres mejor.

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