Treinta y uno

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Daniel Lester


Después de casi cinco días perdidos entre las colinas de Jadot, León creyó que era ya momento de regresar. Habíamos recibido una misiva de mi padre esa misma mañana exigiendo nuestro regreso. Seguramente Julian le contó de mi huida hacia el castillo del Marqués.

Había sido un tiempo maravilloso, tan placentero como revelador. León era un amante apasionado y un cariñoso esposo. Una mezcla ideal para mí.

Volvimos en su carruaje acompañados por un par de guardias y mi caballo. El camino se me hizo en segundos estando entre sus brazos. Me entretuvo durante esas horas contándome historias de esa tierra que le fue concedida por el rey, sobre sus misterios y costumbres, y de aquellos bellos parajes que me habría de mostrar una vez nos hayamos casado.

Su propuesta fue singularmente romántica.

Estaba yo sentado en los futones junto al fuego mientras mis ojos devoraban un exquisito libro de amor prohibido que tomé de la biblioteca de León. Él estaba en el alfeizar con una guitarra, otro talento que me fascinó descubrir. Entonaba una suave melodía que yo seguía moviendo la cabeza.

Y en tanto leía, llegué a la página 198, la inesperada propuesta de James a Alison. Fue una romántica propuesta en la costa italiana bajo la luz de la luna llena. Y fue cuando yo vi una sortija caer sobre esas páginas. Una argolla preciosa color plata con pequeñas gemas incrustadas a lo largo. Exquisita.

—Este anillo lo he llevado conmigo desde que hicimos aquel trato..., cuando me propuse a mí mismo enamorarte —me dijo. Yo alcé la mirada y lo encontré arrodillado frente a mí. Tomé la sortija y la puse a la luz de la chimenea. El brillo de los diamantes danzaba con el del fuego, jugueteando entre las sombras—. Yo estuve..., muy tentado a tirarla por un acantilado cuando..., pero ahora estás aquí, florecita, y deseo más que nunca que seas mi esposo. Eres todo lo que un día soñé.

—... León, eres el hombre más maravilloso del mundo. ¿Cómo puedo merecerte?

Él se sonrojó y de sus labios escapó una pequeña carcajada. Tomó el anillo y me lo calzó en el dedo anular de mi zurda. Besó mis nudillos y mi mano antes de soltarme.

—Debí hacer algo muy bueno en esta vida como para ser recompensado con tu amor —me dijo.

Nos habíamos comprometido, más rápido de lo que nunca creí, pero eso estaba bien para ambos.

El único conflicto que enfrentábamos ahora era enfrentarnos a mi familia.

Ver la entrada a Crest me puso enfermo. Aunque mi padre aceptaría mi locura, mi madre..., ella bien podría desterrarme a una cárcel.

—Todo estará bien —me prometió él tomando mi mano—. Aún si ellos no dieran su consentimiento, me niego a perderte, florecita. Te llevaré lejos, a una tierra desconocida donde pueda hacerte feliz.

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