Veinte y nueve

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Dirk Bauer


Había sido un largo día, demasiado ajetreado por los cambios en la corte y por los problemas en la frontera. Nadie había sido capaz aún de darme una solución. Ni siquiera una vaga idea, y yo repelía por completo la idea de mandar tropas a cuidar la zona sabiendo cuan difícil de tratar era el reino vecino.

Esperaba regresar a casa con mi pequeño esposo, quizás dejar que me preparara uno de esos postres tan exquisitos de los cuales su padre me habló un día. Tal vez incluso mimarlo antes de dormir, un hábito traído de la costa.

Inesperadamente, uno de los sirvientes de mi castillo llegó a mi despacho en el centro.

—Su alteza —saludó, agitado, tomando grandes bocanadas de aire—. He venido con noticias.

—Te escucho.

—Su esposo, el rey, ha recibido nuevamente la visita de Jen Lehmann.

Torcí el gesto.

—¿En dónde lo recibió?

—En el jardín lateral, alteza. Los sirvientes abandonaron la zona por petición del su esposo.

Claro, era lógico que no quisiera a nadie cerca por si era demasiado escandaloso.

Aquel buen humor que adquirí pensando lo que haría al llegar a Westville se esfumó con solo chasquear los dedos.

—Alguien..., ¿alguien escuchó algo?

—Yo me mantuve en la puerta, alteza, pero solo los escuché hablar.

Aunque la palabra del hombre no era una garantía para mí de una nueva infidelidad de Julian. No me sorprendería, de hecho, por mucho que yo haya confiado en su palabra cuando me dijo que no volvería a ver a ese bastardo.

—Entonces, si crees que no ha ocurrido nada grave, ¿por qué has venido corriendo?

—... Cuando el señor Lehmann se marchó, poco después, su esposo lo siguió a caballo. Fueron por el bosque.

Golpe con fuerza la mesa y el ruido causó espanto en mi sirviente, pero no estaba mínimamente dispuesto a ocultar mi enojo. Había esperado demasiado de Julian, me decía; y me había dejado engatusar por un rostro inocente que de ello no tenía ya nada.

Dos podíamos jugar así, pero yo nunca pierdo, incluso si debo pasar sobre cada uno de mis oponentes.

Me negaba a ser visto como un tonto por mi pueblo solo porque mi esposo era incapaz de mantener sus piernas cerradas. Ya corrían rumores por las calles de que Julian tuvo un amorío anterior a nuestro matrimonio, y poco faltaba para que averiguaran la razón de nuestras nupcias.

—Así que eso es... —suspiré—. Retírate.

Y yo me debatí seriamente en si debía o no ir a comprobar el adulterio por mis propios ojos, pero no conseguiría nada de ello, sino que me hirviera la sangre. Ya sabía que Julian estaba estúpidamente enamorado de Jen, y ya lo había visto traicionarme el día preciso de nuestra boda. No pudo mantener sus votos ni siquiera una noche, y no lo haría el resto de nuestro matrimonio.

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