Dos

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Dirk Bauer



Recibí a León de Cervantes esa tarde en mi despacho. León era un viejo amigo, y quizás el único que tenía que compartiera mi edad, originario de una tierra lejana. Él era, quizás, el único hombre con quien yo podía sincerarme ampliamente.

Esa nueva temporada para los donceles estaba causando gran revuelo entre la población. Muchos jóvenes se sumarían al baile para encontrar esposo, y los rezagados, como Julian Keller, se encontraban con mucha más presión aún. Aunque a Julian bien podía no importarle, ni siquiera si su reputación se manchaba por salir con un hombre de bajo rango social, ni por esas escapadas nocturnas que realizaba para encontrarse con Lehmann en algún sucio y deplorable lugar. Aunque él se esforzaba muchísimo en ocultar su promiscuidad, y lo había logrado eficazmente engatusando a todos, yo sabía que ese doncel era todo menos puro. Ahí estaba el detalle para no querer participar dentro de la temporada. ¿Cómo le explicaría a un pretendiente que no era virgen y que su cuerpo no estaba intacto? De saberse, él se encontraría en serios problemas y así su familia.

—Me quedaré en Crest un tiempo —me dijo y tomó asiento en la silla frente a mi buró—. Estoy interesado en casarme.

Yo me congelé y aparté los papeles que tenía en mis manos.

¿Estaba hablando en serio o solo jugaba?

—No me mires así, Bauer, hablo en serio.

—¿Desde cuándo quieres tener una familia? Creía que te gustaba tu vida de aventurero.

—El matrimonio es una aventura —replicó—. Además, quiero asentarme y tener hijos.

Contuve una risa.

Aunque León no compartía una reputación promiscua como muchos hombres de la alta sociedad, era un espíritu libre al que le gustaba dormir bajo las estrellas y cabalgar largas horas. No lo imaginaba en un solo lugar, quieto, cuidando de alguien más.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy, y he oído que esta temporada tendrá a jovencitos muy apuestos.

—Eso supongo. El hijo del ministro de hacienda es uno de ellos. Se llama Daniel, y ha esperado un par de años antes de presentarse en el baile.

—Debería conocerlo —sonrió—. ¿Y tú?

—¿Yo?

—¿Has pensado en tomar un esposo?

—Tengo bastantes problemas sin tener un esposo, no necesito más complicaciones.

—Si tú lo dices, aunque tienes razón. No concibo la idea de tú como un esposo devoto, tampoco como un padre dedicado.

Yo tampoco podía y esa verdad era ciertamente incómoda. Yo no era un hombre que pudiese presumir de muchas virtudes para el matrimonio, mucho menos mi escaza paciencia y no podía imaginarme casado con un jovencito caprichoso a quien tuviera que complacer. La idea me daba escalofríos.

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