Ocho

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Daniel Lester



Sobreviví por un verdadero milagro al interrogatorio de mis padres. Ninguno de ellos estuvo feliz de saber que me había escapado a mitad de la celebración, mucho menos cuando se trataba del compromiso del rey. Sin embargo, ambos fueron muy comprensivos y no hicieron de ello un alboroto porque ambos sabían de mi juvenil enamoramiento por el rey. Ellos me miraban con lástima cuando creían que no me daba cuenta, siendo que sabían perfectamente cómo debía sentirme.

Mi hermano mayor, Alexander, intentó animarme, pero no podía sonreír por muchas razones.

Una de esas era Dirk Bauer, y otra aquel hombre con quien perdí mi decencia.

El miedo me carcomía vivo. ¿Cómo estaría seguro yo de que ese hombre no abriría su boca para contarle al mundo mi desvergüenza?

Los hombres somos muy chismosos, tanto como las mujeres.

Pero él lo había prometido y quería creer en su palabra.

Afortunadamente, ninguna de las sirvientas se opuso a que yo tomara mi baño solo. No necesitaba de esas mujeres chismosas que vieran todas las marcas que León dejó sobre mi cuerpo. Ellas sí eran capaces de contárselo a todos.

Mi madre tampoco debía enterarse, pero yo temía que en algún momento ella sospechara de mi crimen pues mi andar era torpe y patoso. Por lo que decidí quedarme en cama alegando una tristeza profunda por el compromiso del rey con mi mejor amigo.

Y después de todo lo que pasó con ese extraño, no pude pensar en nada más que no fuera el placer que me proporcionó. Era descabellado que quisiera volver a sentirlo. Pero ya había probado el fruto prohibido y lo había convertido en una necesidad.

Solo que ya nunca pasaría porque era un doncel sin gracia ni decencia, aunque nadie lo supiera, y sería muy difícil conseguir marido sin engañarlo y desatar una tragedia en el proceso.

Mi caso era patéticamente muy parecido al de Julian.

Y se suponía que esa mañana luego del primer baile de apertura, los salones de las casas de los donceles debían estar llenos de pretendientes y regalos. Yo estaba seguro de que mi casa estaba vacía y eso me entristecía.

Cuando Julian tuvo su primer baile, muchos pretendientes se agolparon en su puerta llevando flores y chocolates exquisitos que compartió conmigo. Y yo no era tan encantador ni bonito como él como para llamar la atención de tantos hombres. Por eso me dediqué mucho a tomar clases de cocina, bordado y administración del hogar, al menos así había algo en mí que podría serle útil a un hombre.

Lancé un suspiro.

La puerta de mi recámara fue golpeada dos veces antes de que la sirvienta la abriera. Ella estaba acompañada por Julian quien traía entre sus manos un paquete de fino listón morado. Nos dejó solos y cerró la puerta.

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