Treinta y ocho

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Dirk Bauer

Había pasado casi una semana desde el incidente con Lehmann. Julian estuvo muy susceptible los primeros días, pero algo en lo que soy experto es en distraerlo. Lo senté en mi regazo cada noche, leyéndole historias fantásticas, hasta que se quedaba dormido. Se perdía con facilidad en aquellos mundos imposibles donde un héroe lograba las hazañas más increíbles. Donde el amor lo podía todo..., y lo alejaba tanto de la realidad que lo hacía olvidarse de que ese sentimiento era, en realidad, el mayor límite para la naturaleza humana.

Era mi mayor deleite verlo feliz, y por eso mismo había ocultado de él la información sobre el escape del bastardo de Lehmann. Dos días después de haberlo capturado en mi casa, asesinó al guardia y escapó durante la madrugada. Un baño de sangre fue la nota que dejó en la celda junto a la promesa de cobrar venganza.

Nadie había podido encontrarlo, pero yo aseguraba, ponía mi firma, en que volvería a ver a Julian. Sin importar el motivo, así sería.

Así que me llevé a Julian el viernes de esa semana a mi chalet en las montañas. En una zona caliente cerca de la provincia costera del norte donde el otoño no se sentiría con fuerza. Era tibio y agradable, muy reconfortante para un hombre en cinta.

A él le encantó. No paraba de correr por todas partes como un niño. Era peligroso, pero ya no podía hacer yo nada más que advertírselo y seguir sus pasos porque siempre lo protegería.

Sorprendentemente..., había terminado amándolo tanto.

A ese muchacho que yo decía despreciar...

Era un refrescante y cálido rayo de luz en medio de una tarde nevada.

—¡Ah!

Me gustaba escucharlo chillando cuando tenía mis dedos metidos en el fondo de su culo, además.

—Oh, Dirk.

Estábamos en el lago frente a la casa cuya agua cristalina y caliente era deliciosa en esa época del año. Tenía a mi pequeño esposo apoyado contra las rocas, de espaldas a mí mientras mi diestra follaba su agujero, y la zurda hacía escurrir sus pechos. Tan suaves y frágiles, que temblaban sin remedio cuando los tocaba.

—No..., más, por favor..., quiero sentirte —me suplicó al borde del cansancio.

Mordí su cuello y él, como respuesta, empujó su culo sonrosado hacia mí. Realmente me estaba rogando. De aquel dulce agujero escurría lubricante tibio y transparente que bañaba mis dedos y me permitía empujarme más profundo, extendiendo sus apretadas paredes.

—Cariño..., te lo suplico.

Su mano alcanzó mi polla dura que se frotaba contra su culo sin reparo. Me masturbó lenta y torpemente, en medio de los espasmos pre-orgásmicos que le ocasionaba mi toque. Su pequeña lengua rosada salió en una expresión sumamente perversa cuando se corrió sobre el agua.

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