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Los días pasaron a una velocidad lenta y agonizante.

Mi madre y Samantha me obligaban a ir a dormir a casa y a la escuela cuando lo que yo quería era estar a todas horas en el hospital al lado de
Ulises.

No podía dormir bien, me la pasaba pensando en qué podría estar sucediendo en el hospital mientras yo estaba en casa.

Una ocasión, mientras me encontraba en la escuela, Ulises tuvo una complicación. Una astilla de una costilla se le había incrustado en el intestino grueso y lo habían operado de emergencia.

Cuando lo supe, lloré desconsoladamente.

¿Cómo podía estar en clases o intentar dormir cuando lo único que quería era estar junto a él?
Dos largas semanas habían pasado desde el accidente y Rick había sido dado de alta hacía unos días. Sin embargo, se la pasaba en el hospital, esperando por noticias de Ulises.

Era horrible toda la situación, no comía, no dormía, no podía hacer otra cosa que no fuera esperar sentada en cualquier rincón del hospital a que Ulises despertara.

Hacía la tarea en el hospital, comía en el hospital, y si por mi fuera, dormiría ahí.

—Estás en los huesos —dijo Melissa un sábado
por la mañana sentándose a mi lado.

—Tú tampoco estás muy bien alimentada que digamos —dije haciendo una mueca.

Llevaba un termo en las manos.

Cuando lo abrió, pude ver un líquido espeso con trozos de algo que parecía pollo nadando.

Tomó dos platos desechables de la cafetería del hospital y se sentó a mi lado vertiendo el líquido espeso.

—Es sopa de pollo. La hice antes de venir aquí
—dijo con una débil sonrisa.

El aroma me hizo agua a la boca inmediatamente y fue cuando me di cuenta de que moría de hambre. Tomé una cuchara y, en el momento en el que la sopa tocó mi lengua, un gemido de placer salió de mi garganta.

—Ésto está delicioso —dije con la boca llena.

Melissa sonrió mientras acercaba un bollo de pan a mi plato. Comenzamos a comer.

Tenía mucho sin comer comida de verdad. Me alimentaba de barritas energéticas, jugos enlatados y sándwiches que preparaban en el hospital que sabían asqueroso.

La sopa, sin duda, era un giro muy bueno para mi estómago.

Extrañaba la comida casera.

—Estás muy delgada, Nicole —se quejó Melissa.

Suspiré, incapaz de dejar de comer. —Estoy harta de comer barritas energéticas y sándwiches de jamón, que por cierto, sabe como a cartón —me quejé.

Melissa rió ante mi comentario.

Nos habíamos vuelto muy unidas éstas últimas dos semanas, había aprendido más de ella éstos días que en todo el tiempo que tenía conociéndola. No era la chica fuerte, alegre y segura que yo pensaba, era una adolescente como cualquiera, con dudas, inseguridades y problemas amorosos.

Su vida no era diferente de la mía.

—Debo escribir un ensayo para mi clase de literatura francesa de mañana y ni siquiera tengo idea de qué autor hablaré —me quejé en un gemido.

—Vamos, pequeña. Será mejor que comiences ese ensayo mientras yo voy a buscar a mi mamá. —dijo Melissa levantando su plato vacío.

Ambas nos dirigimos a la sala de espera.

Ella salió por el pasillo buscando a su madre y yo me tiré al suelo, donde solía sentarme, a sólo unos metros de la habitación de Ulises y saqué el libro del que decidí que haría mi trabajo.

Las horas pasaron lentamente mientras yo leía intentando concentrarme en mi trabajo.

Las horas de visita aún no comenzaban, pero en cuanto lo hicieran, me escabulliría dentro de la habitación de Ulises todo el día. Estar con él, en la misma habitación, me tranquilizaba. Me hacía sentir segura.

Las enfermeras iban y venían.

De vez en cuando, unas de ellas entraban a la habitación de Ulises a revisar sus signos vitales.

El sonido de unas máquinas me hizo alzar la vista. Mi ceño se frunció al ver a un puñado de enfermeras y médicos precipitarse por el pasillo y seguí sus pasos.

El corazón me dio un vuelco al ver que entraban a la habitación de Ulises.

Un extraño miedo se instó en mi pecho. El ruido de las máquinas provenía del cuarto de donde estaba él y me levanté sintiendo mis piernas flaqueando.

Me eché a correr por el pasillo resbaloso mientras mis manos temblaban. El corazón me golpeaba con fuerza contra las costillas y me costaba respirar. Tenía que cerciorarme de que Ulises se encontraba bien.

"Dios, por favor, por favor, por favor..." supliqué mentalmente mientras me detenía frente a la puerta abierta.

El corazón me dio un vuelco ante lo que vieron
mis ojos.

—¿Pero qué demonios...? —dijo una voz detrás de mí.

El médico me apartó de su camino entrando a trompicones a la habitación y yo no podía moverme. No podía apartar mis ojos, no podía mover mi cuerpo.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, mi aliento quedó estancado en mi garganta, mis manos temblaron frenéticamente, mi corazón estalló en latidos irregulares, intensos y los ojos se me llenaron de lágrimas.

Las máquinas zumbaban en un punto muerto.

El extraño pitido que indicaba la falta de pulso en el paciente llenó mis oídos, aquel que no indicaba otra cosa más que muerte; pero ni siquiera eso podía acallar el latido de mi corazón, el cual, parecía retumbar por toda la habitación.

Me sentí desfallecer y al mismo tiempo, mis pies estaban anclados al suelo.

Aunque No Pueda Verte ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora