Capítulo 28: Vestida de blanco

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Perdón por mentirte, rucio... pero era lo mejor.

Sobre lo que pasó después, la verdad es que solo tengo recuerdos borrosos. De pronto me encontré a mí misma en el último asiento de la micro camino a mi casa, abrazando mis rodillas por el frío. El rimel corrido se me pegó en las mejillas e intenté quitármelo con brusquedad. El collar que llevaba en el cuello en algún momento había salido volando, y el plástico áspero del asiento lastimaba mis pies desnudos. Escondí la cara entre mis manos, ahogada por la culpa de haber roto el corazón de Sierralta y el mío en una sola noche.

...

Pasaron algunos meses. Durante mucho tiempo me arrepentí de haberle dicho eso a la cara.  Ojala esto hubiera terminado de otra forma, con un abrazo, diciéndole que le deseaba lo mejor en esta nueva etapa de su vida. Me prometí que si un día nos volvíamos a encontrar iba a hacer las cosas bien.

Y ese día llegó en forma de carta. 

Estaba con la Caro viendo una película en Netflix cuando tocaron el timbre. 

- ¿Estamos esperando a alguien? - me preguntó ella, confundida.

- No que yo sepa - me encogí de hombros y fui a abrir.

En cuanto abrí la puerta sonreí al sentir en la cara esa brisa de septiembre que te despeina con gracia. Me asomé para mirar más allá del jardín pero el camión del correo ya iba varias casas más alla. Me agaché para recoger la carta y la sostuve entre mis manos como si fuese una bomba. Quizás lo era.

Cerré la puerta con mi cadera mientras leía la información del remitente:

María Paula Arnold N. 

Londres.

El sobre era de color marfil y había llegado inmaculado, no parecía que hubiera recorrido tantos kilómetros en la sucia bodega de un avión. Recorrí con mis dedos la estampilla que demostraba su procedencia londinense.

La abrí con cuidado como era tan característico de mí cada vez que alguien me daba un regalo. Del sobre salió una carta del mismo color, con letras doradas en cursiva como gotitas de oro.

Perdí la conciencia de mi cuerpo y no volví a saber dónde estaba parada hasta que mi espalda chocó con la pared que tenía atrás.

- ¿Qué es? - se acercó mi prima ante mi sobresalto.

Me hice la misma pregunta por primera vez.

No, no era una carta, era una invitación.

- La invitación a su matrimonio - respondí con una sonrisa triste.

La Caro me quitó la carta de las manos, pero yo todavía sentía peso en el sobre. Metí la mano para sacar lo que sea que estuviera adentro, nos miramos al mismo tiempo y nuestra reacción fue al unísono:

- Quieren que vayas a Londres - dijo ella después de leer la carta.

- Quieren que vaya a Londres - hablé yo, en simultáneo, mostrándole un pasaje de avión.

Ella se dejó caer en el sillón, agobiada.

- No te preocupes - intenté calmarla, me senté al lado de ella y le tomé la mano - no voy a ir.

- ¿Qué? No - me soltó para cambiarse a la mesa de centro y quedar frente a mí - tienes que ir.

A lo mejor esta era la oportunidad para despedirme del Francisco como corresponde, pero no me sentía capaz de mantenerme en pie si tenía que presenciar su boda con otra mujer.

- Cuando eras chica dijiste que harías cualquier cosa por viajar a Londres - me pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja para despejarme la cara.

- Ya, pero tenía 13 años y me gustaba One Direction - me defendí.

- ¿Y algo ha cambiado? - buscó mi mirada.

"No", me dije, "casi nada ha cambiado". Algo me queda todavía de esa Emilia que se atrevía a hacer las locuras más grandes. Solo espero que sea suficiente.

Tal era mi estado de aturdimiento que de repente estaba arriba del avión camino a Londres, y lo siguiente que recuerdo fue mi viaje en taxi hasta la iglesia.

La Paula se había encargado de todo. Yo me fui a la aventura nomás, pero una vez en el aeropuerto había alguien esperándome para llevarme a mi hotel. En la pieza me encontré una tarjeta de parte de ella donde decía que me podía quedar 5 días en Londres, dos días antes y dos días después del matrimonio, y que lo considerara como un regalo para hacer las pases.

Siendo sincera me fue indiferente, yo estaba ahí por otros motivos.

El taxista se detuvo y bajó el vidrio de atrás donde iba yo, un guardia se asomó por la ventana para hablar conmigo.

- Buen día, ¿me permite su invitación por favor? - me habló en español, después me enteré que toda la boda se llevaría a cabo en ese idioma por la cantidad de invitados que venían desde Chile.

Se la pasé sin decir nada.

- ¿De parte de quién viene? - preguntó mientras revisaba que mi invitación fuera genuina.

- De la novia - respondí disimulando lo que me constaba decir esas palabras.

El guardia caminó hasta la ventana del chofer y le habló directamente:

- Adelante - le indicó - avance hasta la pequeña rotonda que hay alrededor de una fuente de agua, la va a ubicar de inmediato porque está frente a la iglesia, ahí mismo se puede dar la vuelta para salir a mano izquierda para no llegar hasta el estacionamiento.

Se me apretó la guata cuando el taxista retrocedió para poder posicionarse bien ante el portón para poder entrar. Era una reja de fierro altísima y adornada muy del estilo barroco. El guardia la abrió y se notaba que era bien pesada.

El auto se movía lento y yo me debatía entre querer retroceder e irme antes de que me vieran llegar, o esperar a que todo sucediera muy rápido y que el chofer prácticamente me empujara para obligarme a entrar.

Se detuvo ante la puerta de la Iglesia un par de minutos. Como no me bajaba, se aclaró la garganta para hacerme reaccionar.

- Llegamos - dijo suavecito para no sobresaltarme.

- Gracias - atiné a decir y casi que me tiré abajo del auto antes de que se me ocurriera pedir que me llevara de vuelta al hotel.

Recuperé la estabilidad sobre mis stiletto dorados y alisé mi vestido. 

Dicen por ahí que está prohibido asistir a una boda de blanco porque es el color de la novia, de la protagonista... pero yo nunca he sido conocida por seguir las reglas.

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Obvio que esto no podía terminar así.

Ahora llegó la Emi y viene decidida a dejar la cagá. 





Suéltate (Francisco Sierralta y tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora