Siempre

El relicario.

(Mirabel)

¿Así que, estaba muerta?

¿Por qué Casita no me rescató?

Tal vez fue muy tarde. Tal vez fue mi culpa. Tal vez quiso, y no lo logró.
Supongo que nunca lo sabré.

Escuché a todos mis familiares decirle a mi fotografía lo que no me dijeron en vida. Escuché a todos arrepentidos, tratando ser fuertes, empatizando conmigo cuando menos lo necesito. Después de todo, ya no estoy.

Traspasé las paredes hasta el cuarto de mis padres. Luisa estaba con ellos. Los tres lloraban como el mundo se estuviese por derrumbar, y yo me pregunté si es que si las arepas de mi mamá curan todo mal, ¿podrán curar un corazón roto, quizá?

Me partió el alma verlos a los tres así, así que me fui, no sin antes darle un beso insensible a mis papás.

Fui al cuarto de mi tío Bruno; vi que le habían quitado las tablas de madera a la puerta. A pesar de que podría atravesarla de igual manera, sonreí a medias.
Ya no veían a mi tío como un monstruo del cual se tenían que proteger.

Estaba sentado sobre la arena, justo donde caí y se me llenaron las gafas de arena. No paraba de soltar sollozos muy bien ahogados, sin parar de repetir una única frase:

—Tan joven, y tan pronto...

Me habría gustado pasar más tiempo con él. Después de diez años, volví a perderlo. O tal vez, él me perdió a mí.

Por mis transparentes mejillas cayeron unas cuántas lágrimas de frustración.
Tan cerca, y a la vez tan lejos.

De pronto, me di cuenta que la abuela Alma no había ido a hablarme a mi tan extraño altar. Me pregunté por qué había faltado, pero no tuve que entrar a su habitación para ver cómo estaba.

Estaba parada en la ventana donde brillaría la flama de la vela, sin decir ni una palabra, viendo a la nada, con el relicario abierto entre sus manos.
Sus ojos no tenían el más mínimo brillo; era como si sus emociones se hubieran apagado por completo. 

Descubriendo que podía flotar, me acerqué y pude notar que no sólo había una foto del abuelo dentro; ahora, al otro
lado del relicario, estaba una foto mía.