Platos rotos.

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(Pablo)

De sólo entrar a la casa Madrigal, ya tenía que encontrarme con el fantasma de Mirabel sentado en las escaleras reflexionando.

Porque yo soy Pablo Ramírez, y la suerte no es mi amiga.

—Hola...—me saludó sin moverse de su lugar, y yo pasé de largo, sintiéndome la persona más malcriada del mundo por no saludarla.
Es que no sabía que decir.

(Mirabel)

Pasó de largo cuando lo saludé, y sentí que se me agrietaba un poquito el corazón.

Seguro ahora pensaba que estaba loca y ahora querría alejarse de mí; ya no me había mostrado como la chica sonriente y bromista que había conocido y de la cual se había hecho amiga, y esa parte mía, la que había cometido el error de mostrarle, no era tan amigable como la otra.

Después de que no quisiera ni hablarme, supe que ya ahora sí podía asegurar que estaba sola, y sin siquiera preguntar qué pasaba en realidad, fui a encerrarme a mi habitación.
Después de todo, no era una que en realidad se tuviera que limpiar.

Quería llorar, pero mi orgullo no me lo permitía.

"Lo has conocido hace tan sólo un par de meses, Mirabel. No vale la pena que llores; después de todo, si no le importan tus problemas y sólo le interesas cuando te sientes bien, no es un amigo de verdad, ¿no crees?"

Mi orgullo tenía razón.

Pero a mí no me importaba.

(Pablo)

Sacando los platos para el almuerzo, rompí uno, y ya estaba pensando en cómo iban a detestarme mis jefes y la gritada que me meterían. Sin embargo, no fue así.

—¡Hijo, Dios mío!—me miró la señora Pepa, y yo estaba listo para mi despido cuando me preguntó algo que me dejó helado—¿Estás bien?

—¿Ah?—balbuceé confundido.

—Que si estás bien, ¿tienes alguna contusión? ¿Te cayó algo encima o sólo al piso?

—Só...Sólo al piso.—la miré confundida, y ella suspiró de alivio.

—Ay, qué bueno. Estás bien, eso es lo importante. Recoge los restos, por favor.—me pidió con amabilidad, y yo me quedé frío.

—¿No va a... gritarme o algo así?—miré al piso asombrado, y ella sonrió con ternura.

—Por supuesto que no, hijo, a cualquiera le puede pasar.—se encogió de hombros, ayudándome a sacar los platos que faltaban—Por su altura, esto le pasaba a mi sobrina Mirabel todo el tiempo, y...

El restó de la conversación se volvieron murmullos para mí cuando escuché su nombre.

Ay, Mirabel.

—Cierto... El otro día que entré a limpiar el cuarto de Antonio me percaté del altar, y lo lamento muchísimo.—les di mis condolencias—Aún tan sólo por las fotografías se ve que era una chica muy dulce y alegre... Muy especial.

—Lo era, hijo.—escuché la voz de la señora Alma por detrás—Sí que lo era.

SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora