Amabilidad.

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(Pablo)

La triste realidad es que no sé hacer mucho.

Soy alto, así que el orfanato me hacían cambiar focos y matar arañas, ordenar estantes y limpiar techos. No tenía más estudios que lo que leía una y otra vez de los pocos libros del orfanato, así que si quería trabajo tendría que limpiar, cocinar, o ambas.

No perdí más tiempo, y tras dejar mis cosas empecé a buscar una manera de sobrellevar lo que se hacía llamar mi vida. Toqué puerta tras puerta, presentándome con la mejor sonrisa hipócrita que logré pintar en mi rostro y ofreciéndome como empleado. Mentí diciendo que podía hacer de todo, cuando más de una vez había quedado casi electrocutado tratando de conectar unos cables de luz.
Aún así, mentía en vano, porque en todas las casas era lo mismo; no necesitaban a nadie. Todos agradecían, pero aseguraban tener todo bajo control, prometiéndome que si me necesitaban me llamarían, reconociéndome como 'el chico que vive al lado del mural'.

Comenzó a hacerse de noche, y aunque tenía claro que no conseguiría salir adelante de la noche a la mañana, no creí que encontrar trabajo en un pueblo fuese tan difícil como parecía.
Cuando la última casa del último callejón me rechazó, me pregunté de qué otra manera podría ganarme la vida si nadie quería un criado o cocinero.

—¡He ido a todas las casas! ¿Cómo es que nadie, absolutamente nadie, puede querer a alguien que le pueda ayudar?—pensé.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que estaba equivocado; no había ido a todas las casas.
Me faltaba una; la más grande que había visto jamás.
Pintada de varios colores y decorada con flores que parecían estar por comenzar a marchitarse, la casa parecía sacada de una película. Era tan grande que me pregunté si es que me escucharían si simplemente tocaba la puerta; después de todo, a pesar de que no pasaban de las siete de la noche, ya estaba oscuro, y no podía permitirme hacer un escándalo gritando que me abriesen de favor.

Para mi sorpresa, con sólo un par de toques, me abrió una bella chica, con el cabello recogido en un moño alto y los ojos rosados, como si estuviese aguantando las lágrimas.

—Hola.—se paró frente a mí y trató de sonreírme lo más real que pudo—¿Puedo ayudarte?

—Buenas noches, señorita. Mi nombre es Pablo Ramírez, y soy nuevo en el pueblo. ¿Es usted propietaria de esta casa?

—No, en realidad no.—me respondió nerviosa—Creo que con quien quieres hablar es con mi abuela. Ven, pasa.

Nadie había sido tan cordial conmigo en todo el día. No habían sido groseros, pero me sorprendió su amabilidad a pesar de que se veía que estaba a punto de romper en llanto.

Me ofreció un asiento en la cocina, y yo la seguí.

—Espera aquí, traeré a mi abuela.—me pidió—Si tienes sed o hambre, sírvete lo que quieras. Hay unas arepas sobrantes de la cena, si es que aún no están frías las puedes agarrar.

Después de prácticamente regalarme sus sobrantes, se fue a buscar a la señora, y yo me quedé de una pieza.
Nadie nunca había sido tan bueno conmigo, y lo más extraño es que no tenía yo muy claro si eso me gustaba o disgustaba.

(Mirabel)

Lo había seguido todo el día, tratando de descubrir de qué iba ese chico.

A pesar de su belleza, su cara mostraba que no era la persona más dulce del mundo exactamente. Hacía lo mejor que podía para dejar de fruncir el ceño cada vez que le abrían la puerta, pero no lo sé, se notaba el mal humor tan sólo en su energía.
Había acompañado al pobre chico durante horas de horas mientras él trataba de conseguir una manera honrada de ganar dinero, y a pesar de que los vecinos aseguraban que no tenían necesidad, estoy segura que en realidad no le aceptaban por la constante desconfianza.

Había pasado una vez o dos que los criados de algún vecino saqueaban la casa y escapaban para nunca más volver, y ahora todos preferían gastar su tiempo entero limpiando y cocinando a arriesgarse a perderlo todo.
Sin embargo, algo en ese chico, a pesar de su energía pesimista, me generaba confianza.
Supongo que lo mismo pensó Dolores cuando lo dejó en cuanto Pablo se dio cuenta que faltaba por tocar la puerta más grande del pueblo, pues lo dejó entrar como si nada, y el chico se veía como si un pequeño gesto de confianza y educación hubiese cambiado su forma de ver el mundo.

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