Arepas.

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(Pablo)

Me iban a pagar más de lo que yo le habría pagado a un chico equis en el barrio para que me cocine y limpie, y yo me quedé loco. Incluso la señora me ofreció una habitación en esa casa, para que no tuviera que levantarme tan temprano y caminar hasta allá.
A pesar de que insistió, yo no pude aceptar; sentía que estaba abusando de su confianza y amabilidad.
No sabía por qué actuaban como si me conocieran, como si se preocuparan por mí, incluso antes de en realidad conocerme.
No fue hasta mucho después que conocí qué es la real bondad y empatía, y que, al contrario de lo que la vida me había enseñado en aquel tóxico orfanato, la gente sí podía tener valores sin necesidad de rezar tres rosarios y cinco denarios al día.

Vivía bastante cerca de todos modos: literalmente pared con pared con el mural Madrigal; así que a la mañana siguiente, mi camino hasta mi nuevo centro de trabajo no tomó más de diez minutos.

(Mirabel)

Todos los fantasmas van acechando y embrujando a alguien por ahí, o eso había leído en muchos libros, así que decidí que acecharía al chico que a partir de aquel día se pasaría el día entero en mi casa; tenía pinta de ser tranquilo, pero tenía que asegurarme de que mi familia estuviese bien a salvo, sin riesgo de andar conviviendo con un maniático.

Pablo Ramírez, primera persona acechada por un fantasma Madrigal.
Debería sentirse orgulloso.

(Luisa)

Salí de mi habitación ayer, al igual que mi tío Bruno. Mi mamá estaba enferma, y teníamos que parar de actuar como unos niños pequeños. Podríamos llorar a quienes ya no estaban durante la noche, pero durante el día, queríamos cuidar de los que seguían aquí.

Durante el desayuno, nadie parecía tener hambre, pero al parecer desde que mi mamá enfermó, todos nos dimos cuenta que, al menos de día, la vida tenía que continuar. El tiempo sigue cambiando, y el mundo sigue girando.

Lo que en realidad me extrañó bastante fue que no fuimos servidos por mi papá arepas recalentadas de las cenas de hace días o buñuelos sin esponjar por la falta de levadura, sino unas calientes y crujientes arepas rellenas y unos redondos buñuelos con una salsa de queso a su lado. No es por ser mala; yo amo a mi padre, pero él no podía ser el cocinero de tales delicias.

—Eh, papá... ¿Tú has cocinado esto?

—Por supuesto que no, hija,—respondió, irónicamente, confiado—ha sido Pablo.

—¿Pablo?

—Yo...—un apuesto chico sonrió nervioso desde la  entrada de la cocina—¿Qué les parece?

—Riquísimo.—respondió la abuela Alma con una leve sonrisa.

—La verdad es que sí.—tomé dos arepas, las más grandes del plato; una me la metí a la boca y la otra la puse en un plato aparte—Voy a llevarle esto a mi mamá, ¿sí? No puede estar sin comer. Permiso.

Nadie me contradijo y me dirigí hacia la habitación de mi madre, abriendo la puerta con cuidado.

—Mami... Es hora de despertar...—susurré en su oído, y ella se esforzó por abrir los ojos—Te traje comida.

—Luisa...—susurró, sonriendo muy débilmente—No tengo hambre...

—Mami, tienes que comer. Necesitas fuerzas si quieres recuperarte. ¡Las arepas están buenísimas! Mi papá se ha lucido.

No sabía cómo tomaría el hecho de que un extraño nos estuviese alimentando, así que decidí mentir. En el momento en que mencioné que la comida de mi papá estaba rica, ella rió y me pidió un pedacito; no me creería hasta probarlo ella misma.

—Y pensar que todos estos años me juró que no sabía cocinar nada...—rió, masticando lentamente pedacitos del resto de la arepa.

(Pablo)

Como la señora Alma me había explicado que sólo me necesitarían hasta que su hija Julieta se sanara, me alegraba saber que mi comida agradaba; tal vez me ofrecieran un trabajo permanente si es que era lo suficientemente buena.

Terminé de conocer a la familia Madrigal en aquel desayuno. Me llamó la atención la relación tan tierna de Pepa y Félix Madrigal, y pude apreciar mejor la belleza de la chica que me abrió la puerta el primer día que pisé aquella casa, Dolores. Conocí a sus dos hermanos: un joven algo bromista llamado Camilo y un adorable niño pequeño llamado Antonio, que se dirigía a todos lados montando un leopardo inofensivo.
Por otro lado de la mesa, estaban sentados dos hombres, Bruno y Agustín: uno traía el cabello largo con una barba mal afeitada y un poncho verde, y el otro portaba unas gafas antiguas y un chaleco con una flor de bolsillo.
Habían tres sillas vacías: Un plato decía Julieta, la mujer que me habían dicho que había enfermado, otro Mirabel, y otro, al lado de este, Isabela.

Esos platos estuvieron solos y vacíos durante una semana entera, y yo sabía que Julieta estaba enferma, pero me pregunté qué habría sido de Mirabel e Isabela.

Luego de recoger los platos y lavarlos, tomé la escoba y me puse a barrer.
Todo parecía gris, y el simple ambiente ya impregnaba tristeza a quien se cruzara por ahí. A la falta de vida que tenía mi vida, eso le gustaba.

De pronto, finos rayos de sol empezaron a mostrarse por primera vez desde que llegué al pueblo, y vi a la señora Pepa dirigiéndose a la entrada de la casa con una sonrisa en el rostro.
Abrazó a alguien, que corrió a sus brazos tirando su gigante mochila en la parte del primer piso que aún no había barrido.
Bueno.

—Ay, estoy tan contenta de que estés aquí...

Cuando se separaron, mis ojos se encontraron a la chica más hermosa que había visto en mi vida.

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