Ayuda.

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(Alma)

No he podido hablarle a un altar sin caer a llorar; no sé cómo es que Dolores pretende que le hable a alguien cara a cara sin huir una vez más.

—¿Pablo?—alcé las cejas y sonreí débilmente a un chico alto y apuesto que se metía las arepas restantes de la cena a la bolsa que cargaba.

—¡Dios mío!—casi se le cae una arepa del susto, y yo me río bajito—Señora, discúlpeme, yo no-

—Agarra lo que quieras, hijo. Cuando uno es nuevo en un pueblo las cosas son complicadas al principio. ¿Mi nieta me dijo que querías hablar conmigo?

—Sí, sí, así es.—el pobre chico, tratando de causar una buena impresión, se sienta derecho y delante, y yo no puedo evitar recordar mi juventud, cuando creía que una pose me daría el respeto que me ganara—Señora, soy un chico nuevo en el pueblo, como seguro ya le ha dicho su bella nieta. Vengo de un orfanato, no tengo padres ni cómo mantenerme, y vengo a ofrecerme como cocinero o criado. No mentiré, no tengo estudios, pero soy un chico honesto y trabajador. ¿Por casualidad en esta casa tan bella necesitan ayuda?

Me quedé viéndolo sin saber qué decirle.

(Mirabel)

Me dio pena saber que mi abuela le diría que no.

Pablo sólo trataba de ganarse la vida honradamente, pero en la casa todos siempre habíamos cumplido nuestro papel, ¿no?

—En realidad, hijo,—la respuesta de la abuela me pilló por sorpresa—sí que la necesitamos.

(Alma)

Caminamos por la casa, y le expliqué todo. Los dones, las puertas, los roles; el chico no podía mostrarse más sorprendido, y honestamente, no lo culpo.

—Pero- pero entonces, ¿esto es magia?—tocó suavemente la puerta de la habitación de Mirabel, y a mí se me hizo un nudo en la garganta.

—Sí. Somos la familia Madrigal.

—¿Los del mural de al lado de mi casa?

Lo miré con dulzura: por alguna razón que no lograba identificar, Pablo me recordaba a Mirabel.

—Ellos mismos.

(Mirabel)

Pablo se mostraba de lo más confundido.

—Pe-pero...—ni siquiera parecía saber qué palabras usar—Todos son tan especiales, tantos dones, tanta magia... ¿Cómo es que necesitan de mí?

La abuela suspiró.

—La familia está sumergida en una profunda depresión por una historia que no estoy lista para contar, y mi hija, que normalmente cura todo mal con su cocina, ha caído gravemente enferma. No puede ni incorporarse para hacerse una arepa y curarse.

Abrí los ojos de más y corrí hacia el cuarto de mi mamá. Escuché a lo lejos que hablaban del salario y los horarios, pero eso había dejado de importar ya.
¿Qué le pasaba a mi mamá?

Bueno, tal vez preguntarlo sea un poco tonto, pero igual.

Fui a ver cómo estaba.

La escena me partió el corazón.

(Agustín)

—Mi vida, tranquila.—rogué a Julieta, que dormía frágil como una rosa—Sé fuerte.

Esta vez, en este núcleo, me había tocado ser el fuerte.
Normalmente Julieta era mi salvación. No porque me cocinara o lavara o ninguna de esas estupideces machistas: Julieta era mi todo porque cuando yo sentía que iba a derrumbarme, pensaba en ella y el alma se me regresaba al cuerpo.
Julieta era mi fuerza, y ahora que estaba delicada, igual tocaría cuidar de ella.

—Vamos, Agustín.—me repetía todos los días—Por Julieta.

Es increíble cómo la tristeza puede hacerte caer tan bajo. Cómo puede casi matarte.

—Mmm... ¿Agustín?—despertó y apenas pudo moverse, frágil como mi flor de bolsillo—¿Qué hora es?

—Acaba de anochecer, mi amor.—la besé en la frente—¿Cómo te sientes?

—Podría sentirme mejor.—me susurró—Me duele muchísimo el pecho y la cabeza.

Me temí un ataque al corazón o un derrame cerebral. Había leído  tiempo atrás que las hormonas de estrés liberadas por el impacto de la muerte de un ser querido pueden causar condiciones letales, y con lo mucho que mi Julieta y yo adoramos a nuestras hijas, no me imaginé qué hacer.

—Tranquila, mi amor.—besé su mano—Tú descansa, no pienses en nada.

—Agustín... ¿Y si muero?

—No digas tonterías, Julieta.—le regañé en un tono dulce igualmente—Eso no sucederá. Eres fuerte, mujer, y estás sanando aunque no lo parezca; sin comer tus deliciosas arepas ni tus buñuelos o guisos. Te estás sanando sola, porque eres la mujer más fuerte del mundo.—acaricié su mejilla y la besé en los labios de nuevo, aún más suave que antes—Mirabel estaría orgullosa de ti.

Me sonrió muy débilmente y me pidió que la tapara con otra sábana.

—A sus órdenes, mi reina.

Ella soltó una risita, y eso me facilitó un poco poder aguantarme las lágrimas al verla así.

—Eres el mejor, amor.—me susurró mientras la tapaba.

—Tú me hiciste así.

SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora