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ECCE PARIS, ECCE HOMO


Para resumir aún, diremos que el pilluelo de París es hoy, como en otro tiempo, el graeculus de Roma, el pueblo niño que tiene en la frente las arrugas del mundo viejo.

El pilluelo es una gracia para la nación, y al mismo tiempo una enfermedad. Enfermedad que es preciso curar. ¿Cómo? Con la luz.

La luz sana.

La luz alumbra.

Todas las generosas irradiaciones sociales salen de la ciencia, de las letras, de las artes, de la educación. Formad hombres, formad hombres. Iluminadlos para que os calienten. Pronto o tarde, la espléndida cuestión de la educación universal se planteará con la irresistible autoridad de la verdad absoluta; y entonces aquellos que gobiernen bajo la vigilancia de la idea francesa tendrán que elegir: los hijos de Francia o los pilluelos de París; llamas en la luz o fuegos fatuos en las tinieblas.

El pilluelo representa a París, y París representa al mundo.

Porque París es un todo. París es el techo del género humano. Esta prodigiosa ciudad es un resumen de todas las costumbres vivas y muertas. Quien ve París cree ver lo profundo de toda la historia, con el cielo y las constelaciones en los intervalos. París tiene un Capitolio, el Ayuntamiento, un Partenón, Notre-Dame, un Monte Aventino, el arrabal Saint-Antoine, un Asinarium, la Sorbona, un Panteón, el Panteón, una Vía Sagrada, el bulevar de los Italianos, una Torre de los Vientos, la opinión; y reemplaza las Gemonías con el ridículo. Su majo se llama faraud, su transtiberino se llama arrabalero, su hammal se llama el fuerte del mercado; su lazzarone se llama pègre, y su cockney se llama gandin. Todo lo que está en cualquier parte está en París. La verdulera de Dumarsais puede dar la réplica a la vendedora de hierbas de Eurípides; el discóbolo Vejanus revive en el bailarín de cuerda Forioso; Terapontigonus Miles estaría muy bien del brazo del granadero Vadeboncoeur; Damasippe, el anticuario, viviría feliz entre los vendedores de trapo y hierro viejo; Vincennes cogería a Sócrates, lo mismo que el Ágora enjaularía a Diderot; Grimod de la Reynière ha descubierto el modo de hacer roastbeef con sebo, como Curtilus inventó el erizo asado; vemos reaparecer bajo el globo del Arco de la Estrella el trapecio de Plauto; el tragaespadas de Pecilo, inventado por Apuleyo, es tragasables en el Pont-Neuf; el sobrino de Rameau y Curculión el parásito corren parejos, Ergaliso podría ser presentado en casa de Cambacérès, por Aigrefeuille; los cuatro elegantes de Roma, Alcesimarco, Podromus, Diabolo y Argiripo descienden de la Curtille a la silla de posta de Labatut; Aulo Gelio no se detuvo más tiempo ante Congrio que Charles Nodier ante Polichinela; Marton no es una tigresa, pero Pardalisca no era un dragón; Pantolabio el bufón recuerda en el café inglés a Nometano el vividor; Hermógenes es tenor en los Campos Elíseos, a su alrededor, Trasius, el viejo mendigo vestido de Bobeche, pide limosna; el inoportuno que os detiene en las Tullerías por el botón de vuestro traje os hace repetir después de dos mil años el apóstrofe de Tesprión: «Quis properantem me prehendit pallio?»; el vino de Suresnes parodia al vino de Alba; el vaso lleno de tinto de Désaugiers se equilibra con la gran copa de Balatron; el Père-Lachaise exhala con las lluvias nocturnas los mismos fuegos fatuos que las Esquilias, y la fosa del pobre comprada por cinco años equivale al ataúd alquilado del esclavo.

Buscad cualquier cosa que París no tenga. La cubeta de Trofonio no contiene nada que no esté en la de Mesmer; Ergafilas resucita en Cagliostro; el brahmán Vashaphanta se encarna en el conde de Saint-Germain; el cementerio de Saint-Médard hace tan buenos milagros como la mezquita Oumoumié de Damasco.

París tiene un Esopo, que es Mayeux, y una Canidia, que es la señorita Lenormand. Se agita como Delfos en las realidades fulgurantes de la visión; hace girar las tablas como Dodona los trípodes. Pone a la griseta en el trono, como Roma pone a la cortesana; y, en suma, si Luis XV es peor que Claudio, la señora Du Barry vale más que Mesalina. París combina en un tipo inaudito que ha vivido, y a cuyo lado hemos pasado, la desnudez griega, la úlcera hebraica y la gracia gascona. Mezcla a Diógenes, a Job y a Paillasse; viste un espectro con números del Constitutionnel y crea a Chodruc Duclos.

Aunque Plutarco diga que el tirano no envejece, Roma, en tiempos de Sila y también de Domiciano, se resignaba y echaba agua en el vino. El Tíber era un Leteo, si hay que creer el elogio un poco doctrinario que de él hacía Varus Vibiscus: «Contra Gracchos Tiberim habemus. Bibere Tiberim, id est seditionem oblivisci». París bebe un millón de litros de agua diarios, pero esto no le impide, en ocasiones, tocar a rebato.

Por lo demás, París es un buen muchacho. Lo acepta realmente todo; no es escrupuloso en la elección de su Venus; su calipigia es hotentote; con tal de reírse, todo lo perdona; la fealdad le divierte; la deformidad le alegra, el vicio le distrae; sed divertido y podréis ser divertido; la misma hipocresía, este cinismo supremo, le incomoda; es tan literaria que no se tapa la nariz ante Basilio, y no se escandaliza ya de las palabras de Tartufo, más que Horacio del «hipo» de Príapo. Ningún rasgo de la faz universal le falta al perfil de París. El baile de Mabille no es la danza polimnia de Janículo; pero en él, la revendedora de trajes atrae con sus miradas a la loreta, exactamente como la encubridora Estafila acechaba a la virgen Planesio. La barrera del Combat no es un coliseo; pero hay allí tanta ferocidad como si mirase César. La hostelera siríaca tiene más gracia que la tía Saguet, pero si Virgilio frecuentaba la taberna romana, David de Angers, Balzac y Charlet se han sentado en el figón parisiense. París reina. Los genios brillan en su recinto, los diablos prosperan en él. Adonai pasa por él en su carro de doce ruedas de truenos y relámpagos; Sileno hace su entrada en un borrico. Sileno, es decir Ramponneau.

París es sinónimo de Cosmos. París es Atenas, Roma, Sibaris, Jerusalén, Pantin. Todas las civilizaciones están albergadas allí, y también todas las barbaries. París sentiría no poseer una guillotina.

Algo de guillotina es bueno. ¿Qué sería esta fiesta eterna sin esta salsa? Nuestras leyes han provisto sabiamente a tal necesidad, y gracias a ellas la cuchilla gotea en este continuo carnaval.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora