REQUIESCANT
El salón de la señora de T. era todo lo que Marius Pontmercy conocía del mundo. Era la única abertura por donde podía mirar la vida. Esta abertura era oscura, y recibía por ella más frío que calor, más niebla que luz.
Este niño, que era la alegría y la luz, al entrar en este mundo extraño, adquirió en poco tiempo una gran tristeza, y lo que es aún más contrario a su edad, gravedad. Rodeado de todas aquellas personas importantes y singulares, miraba a su alrededor con una sorpresa seria. Todo contribuía a aumentar en él aquel estupor. En el salón de la señora de T. había nobles y ancianas damas muy venerables, que se llamaban Mathan, Noé, Lévis, que se pronunciaba Lévi, Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Aquellas caras antiguas y aquellos nombres bíblicos se mezclaban en la cabeza del niño con el Antiguo Testamento, que se aprendía de memoria, y cuando estaban todas sentadas en círculo, alrededor de una lumbre moribunda, iluminadas apenas por una lámpara de pantalla verde, con sus severos perfiles, sus cabellos grises o blancos, sus largos vestidos de otra época, en los que no se distinguían más que colores lúgubres, dejando caer a intervalos palabras majestuosas y graves a la vez, el niño Marius las contemplaba con ojos azorados, creyendo ver en ellas, no mujeres, sino patriarcas y magos, no seres reales, sino fantasmas.
Con estos fantasmas se mezclaban varios curas, que frecuentaban aquel viejo salón, y algunos gentilhombres; el marqués de Sassenay, secretario de órdenes de la señora de Berry, el vizconde de Valory, que publicaba, bajo el seudónimo de Charles-Antoine, odas monorrimas, el príncipe de Beauffremont, que, aun siendo bastante joven, tenía ya cabellos grises, y una mujer bonita y de talento, cuyos trajes de terciopelo escarlata con trencilla de oro, muy escotados, escandalizaban aquellas tinieblas; el marqués de Coriolis d'Espinouse, el hombre de Francia, que sabía mejor que nadie «la urbanidad proporcionada», el conde de Amendre, buen hombre de semblante benévolo, y el caballero de Port-de-Guy, pilar de la Biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor Port-de-Guy, calvo y más bien envejecido que viejo, contaba que en 1793, a la edad de dieciséis años, había sido condenado a presidio por refractario, y atado a la misma cadena que un octogenario, el obispo de Mirepoix, refractario a su vez, pero como sacerdote, mientras que él lo era como soldado. Era en Tolón. Su trabajo era ir a recoger por la noche, del cadalso, las cabezas y los cuerpos de los guillotinados durante el día; llevaban a cuestas aquellos troncos destilando sangre, y sus capas rojas de presidiarios tenían detrás de la nuca una costra de sangre, seca por la mañana y húmeda por la noche. Estos relatos trágicos abundaban en el salón de la señora de T.; y a fuerza de maldecir a Marat, se aplaudía a Trestaillon. Algunos diputados de los llamados «introuvables» hacían su partida de whist; eran el señor Thibord du Chalard, el señor Lemarchant de Gomicourt y el señor Cornet-Dincourt. El bailío de Ferrette, con sus calzones cortos y sus piernas delgadas, entraba de paso alguna vez en el salón, al ir a casa del señor Talleyrand. Había sido compañero de locuras del señor conde de Artois, y a la inversa de Aristóteles, acurrucado bajo Campaspe, había hecho andar a la Guimard a cuatro patas, y por consiguiente había demostrado ante la historia cómo puede quedar vengado un filósofo por un bailío.
En cuanto a los sacerdotes, eran el abate Halma, el mismo a quien el señor Larose, su colaborador en La Foudre, decía: «¡Bah! ¿Quién no tiene cincuenta años? Solamente algún boquirrubio»; el abate Letourneur, predicador del rey, el abate Frayssinous, que no era aún conde ni obispo, ni ministro, ni par, y que llevaba una vieja sotana, donde faltaban algunos botones, y el abate Keravenant, párroco de Saint-Germain-des-Prés; además, el nuncio del papa, entonces monseñor Macchi, arzobispo de Nisibis, y más tarde cardenal, notable por su larga nariz pensativa, y otro monseñor llamado abate Palmieri, prelado doméstico, uno de los siete protonotarios de la Santa Sede, canónigo de la insigne basílica liberiana, abogado de los santos, postulatore di santi, lo cual atañe a los asuntos de canonización y significa, poco más o menos, postulador o receptor de las solicitudes de la sección del paraíso; finalmente, dos cardenales, el señor de la Luzerne y el señor de Clermont-Tonnerre. El señor cardenal de la Luzerne era escritor y tendría, algunos años más tarde, el honor de firmar algunos artículos en el Conservateur, al lado de Chateaubriand. El señor de Clermont-Tonnerre era arzobispo de Toulouse, y solía ir con frecuencia a París a pasar una temporada a casa de su sobrino el marqués de Tonnerre, que ha sido ministro de Marina y de Guerra. El cardenal de Clermont-Tonnerre era un viejo alegre, que enseñaba sus medias rojas levantando su sotana; su especialidad era odiar la Enciclopedia y jugar locamente al billar, y la gente que por entonces pasaba en las noches de verano por la calle Madame, donde entonces se hallaba la mansión de Clermont-Tonnerre, se detenía para oír el choque de las bolas y la voz aguda del cardenal gritando a su conclavista, monseñor Cottret, obispo in partibus de Caryste: «Apunta, abate, que he hecho carambola». El cardenal de Clermont-Tonnerre había sido presentado en casa de la señora de T. por su más íntimo amigo, el señor de Roquelaure, antiguo obispo de Senlis, y uno de los cuarenta. El señor de Roquelaure era notable por su alta estatura y su asiduidad a la Academia; a través de la puerta vidriera de la sala contigua a la biblioteca, donde la Academia francesa celebraba entonces sus sesiones, los curiosos podían contemplar todos los jueves al antiguo obispo de Senlis, habitualmente en pie, recién empolvado, con medias violeta, y vuelto de espaldas a la puerta, aparentemente para dejar ver mejor su alzacuello. Todos los eclesiásticos, que eran tan cortesanos como hombres de iglesia, aumentaban la gravedad de la tertulia de T., en la cual cinco pares de Francia, el marqués de Vibraye, el marqués de Talaru, el marqués de Herbouville, el vizconde de Dambray y el duque de Valentinois, acentuaban el aspecto señorial.
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Los Miserables III: Marius
Historical FictionEn esta tercera parte, aparecen nuevos personajes: Gavroche, hijo abandonado de los Thénardier, que encarna al pilluelo de París, y Marius Pontmercy, hijo del coronel de Waterloo, quien se une a un grupo de estudiantes republicanos y en sus paseos p...