XX

32 1 0
                                    

 LA EMBOSCADA


La puerta del desván acababa de abrirse bruscamente, y dejó ver a tres hombres vestidos con blusa de tela azul, cubiertas las caras con máscaras de papel negro. El primero era delgado y llevaba un largo garrote claveteado, el segundo, que era una especie de coloso, llevaba cogida por el medio del mango, y con el filo hacia abajo, una cuchilla de las destinadas a sacrificar bueyes. El tercero, hombre de hombros fornidos, menos flaco que el primero, menos macizo que el segundo, empuñaba una enorme llave, robada en la puerta de alguna prisión.

Parece que Jondrette esperaba la llegada de estos hombres. Un diálogo rápido se entabló entre él y el hombre del garrote, el flaco.

—¿Está todo preparado? —preguntó Jondrette.

—Sí —repuso el hombre flaco.

—¿Dónde está Montparnasse?

—El primer galán se ha detenido para hablar con tu hija.

—¿Cuál?

—La mayor.

—¿Hay abajo un carruaje?

—Sí.

—¿Está enganchada la carraca?

—Enganchada está.

—¿Con dos buenos caballos?

—Excelentes.

—¿Ella espera donde le he dicho que esperase?

—Sí.

—Bien —dijo Jondrette.

El señor Leblanc estaba muy pálido. Miraba todos los objetos del desván en torno suyo, como hombre que comprende dónde ha caído, y su cabeza, sucesivamente dirigida hacia todas las cabezas que le rodeaban, se movía sobre su cuello con lentitud atenta y admirada, pero su actitud no denotaba nada parecido al miedo. Habíase formado con la mesa un improvisado atrincheramiento, y aquel hombre, que un instante antes sólo tenía el aspecto de un buen anciano, se había convertido en una especie de atleta, y apoyaba su robusto puño en el respaldo de la silla, con un gesto temible y sorprendente.

Aquel anciano tan firme y valiente ante tamaño peligro parecía ser de esas naturalezas que son valerosas igual que son buenas, fácil y sencillamente. El padre de una mujer a quien se ama no es nunca un extraño para nosotros. Marius sintiose orgulloso de aquel desconocido.

Tres de los hombres de brazos desnudos, de quienes Jondrette había dicho que eran fumistas, habían cogido, del montón de hierro, el uno unas tijeras de cortar metales, el otro una pinza romana y el tercero un martillo, y se habían colocado delante de la puerta sin decir palabra. El viejo se había quedado en la cama, y únicamente había abierto los ojos. La Jondrette se había sentado a su lado.

Marius pensó que a los pocos segundos el momento de intervenir habría llegado, y levantó la mano derecha hacia el techo, en dirección al corredor, presto a soltar el tiro.

Jondrette, terminado su coloquio con el hombre del garrote, se volvió de nuevo hacia el señor Leblanc y repitió su pregunta, acompañándola con aquella risa baja y terrible que le era peculiar:

—¿Así, pues, no me conocéis?

El señor Leblanc le miró de frente, y repuso:

—No.

Entonces, Jondrette se acercó a la mesa. Se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos, acercando su mandíbula angulosa y feroz al tranquilo rostro del señor Leblanc, y avanzando cuanto podía, sin que el otro retrocediese, y en esta postura de fiera salvaje que va a morder, exclamó:

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora