VI

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 PRISIONERO


Uno de los últimos días de la segunda semana, Marius estaba como de costumbre sentado en su banco, teniendo en la mano un libro abierto del cual hacía dos horas no había vuelto una hoja. De repente, se estremeció. Algo ocurría al final del paseo. El señor Leblanc y su hija acababan de levantarse; la hija había tomado el brazo de su padre, y ambos se dirigían lentamente hacia el centro del paseo, donde se hallaba Marius. Marius cerró su libro, luego lo volvió a abrir y procuró leer. Temblaba; la aureola venía recta a él.

«¡Ah, Dios mío! —pensaba—. No me darán tiempo para tomar una postura conveniente».

Sin embargo, el hombre de cabellos blancos y la joven continuaban avanzando. Le parecía que aquello duraba un siglo, y era tan sólo un segundo.

«¿Qué vienen a hacer aquí? —se preguntó—. ¡Cómo! ¿Va a pasar por aquí? ¡Sus pies van a pisar esta arena, en este paseo, a dos pasos de mí!».

Estaba completamente trastornado; hubiera querido en aquel instante ser hermoso, tener una condecoración. Oía aproximarse el ruido dulce y mesurado de sus pasos. Se imaginaba que el señor Leblanc le dirigía miradas irritadas. «¿Irá a hablarme este caballero?», pensó. Bajó la cabeza; cuando la levantó estaban muy cerca de él. La joven pasó, y al pasar le miró. Le miró fijamente, con una dulzura pensativa que hizo estremecer a Marius de pies a cabeza. Le pareció que ella le reprochaba el haber estado durante tanto tiempo sin acercársele, y que ella le decía: «Soy yo quien vengo». Marius quedose deslumbrado ante aquellas pupilas llenas de rayos y de abismos.

Sentía arder una hoguera en su cerebro. ¡Ella se había acercado a él, qué alegría! Y luego ¡cómo le había mirado! Le pareció aún más hermosa que nunca. Hermosa, con una belleza a la vez femenina y angélica, con una belleza completa que hubiera hecho cantar a Petrarca y arrodillarse a Dante. Le parecía estar nadando en pleno cielo azul. Al mismo tiempo, se sentía horriblemente contrariado, porque tenía polvo en las botas.

Creía estar seguro de que ella había mirado también sus botas.

La siguió con los ojos hasta que desapareció. Luego se puso a andar por el Luxemburgo como un loco. Es probable que a ratos se riera solo y hablara en alta voz. Pasaba tan pensativo junto a las niñeras, que cada una de ellas creía ser la causa de su actitud.

Salió del Luxemburgo, esperando encontrarla de nuevo en alguna calle.

Se cruzó con Courfeyrac bajo las arcadas del Odeón y le dijo: «Ven a comer conmigo». Se fueron a Rousseau y gastaron seis francos. Marius comió como un ogro. Dio seis sueldos al camarero. A los postres, dijo a Courfeyrac: «¿Tienes el periódico? ¡Qué buen discurso ha hecho Audry de Puyraveau!».

Estaba perdidamente enamorado.

Después de la cena, dijo a Courfeyrac: «Te pago el espectáculo». Se dirigieron a la puerta Saint-Martin, a ver a Frédérick en El albergue de los Adrets. Marius se divirtió enormemente.

Al mismo tiempo su esquivez se redobló. Al salir del teatro rehusó mirar la liga de una modistilla que saltaba un arroyo. Y Courfeyrac le causó casi horror por haber dicho: «De buena gana aumentaría mi colección con esta mujer».

Courfeyrac le había invitado a almorzar al día siguiente al Café Voltaire. Marius acudió y comió aún más que la víspera. Estaba muy pensativo y alegre. Hubiera dicho que aprovechaba todas las ocasiones para reír a carcajadas, y abrazó tiernamente a un provinciano cualquiera que le fue presentado. En torno de la mesa habíase formado un círculo de estudiantes; se había hablado de las tonterías pagadas por el Estado, que se administran desde la cátedra de la Sorbona; luego la conversación recayó sobre las faltas y lagunas de los diccionarios y de las prosodias Quicherat. Marius interrumpió la discusión para exclamar:

—¡Sin embargo, debe de ser muy agradable tener una condecoración!

—¡Esto es gracioso! —dijo Courfeyrac por lo bajo a Jean Prouvaire.

—¡No —respondió Jean Prouvaire—, es serio!

Y era serio, en efecto. Marius se hallaba en esa primera hora violenta y llena de encanto en que comienzan las grandes pasiones.

Una mirada había hecho todo esto.

Cuando la mina está cargada, cuando el incendio está pronto, nada es tan sencillo. Una mirada es una chispa.

Estaba hecho. Marius amaba a una mujer. Su destino entraba en lo desconocido.

La mirada de las mujeres se parece a ciertas maquinarias tranquilas en apariencia, pero formidables. Pasamos a su lado todos los días quieta e impunemente, sin sospechar nada. Llega un momento en que incluso olvidamos aquello que está allí. Se va, se viene, se sueña, se habla, se ríe. De pronto, nos sentimos presos. Todo acabó. La rueda nos detiene, la mirada nos ha apresado. Nos ha apresado, no importa por dónde, ni cómo, por una parte cualquiera de nuestro pensamiento que vagaba sin objeto, por una distracción que hemos tenido. Estamos perdidos. Un encadenamiento de fuerzas misteriosas se apodera de nosotros. En vano nos debatimos. No hay socorro humano posible. Vamos a caer de engranaje en engranaje, de angustia en angustia, de tortura en tortura, nosotros, nuestro espíritu, nuestra fortuna, nuestro porvenir, nuestra alma; y según nos hallemos en poder de una criatura malvada o de un noble corazón, no saldremos de esta espantosa máquina sino desfigurados por la vergüenza o transfigurados por la pasión.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora