XIII

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EL PEQUEÑO GAVROCHE


Unos ocho o nueve años después de los acontecimientos relatados en la segunda parte de esta historia, se observaba en el bulevar del Temple y en las regiones del Château-d'Eau, a un muchachito de once a doce años, que habría realizado perfectamente el ideal del pilluelo que hemos bosquejado más arriba si, con la sonrisa propia de su edad en los labios, no hubiera tenido el corazón absolutamente vacío y sombrío. Este niño llevaba un pantalón de hombre, que no era de su padre, y una camisa de mujer, que tampoco era de su madre. Algunas personas lo habían vestido de harapos, por caridad. Sin embargo, tenía un padre y una madre. Pero su padre no pensaba en él, y su madre no le quería. Era uno de esos niños dignos de piedad entre todos los que tienen padre y madre, y son huérfanos.

Este niño no se sentía en parte alguna tan bien como en la calle. El empedrado le resultaba menos duro que el corazón de su madre.

Sus padres le habían arrojado a la vida de un puntapié, y él había empezado a volar por sí mismo.

Era un muchacho ruidoso, descolorido, listo, despierto, truhán, de aire vivo y enfermizo. Iba, venía, cantaba, jugaba al chito, escarbaba en los arroyos, robaba un poco, pero como los gatos y los pájaros, lo hacía alegremente; se reía cuando le llamaban galopín, y se enfadaba cuando lo llamaban granuja. No tenía casa, ni pan, ni lumbre, ni amor; pero estaba contento porque era libre.

Cuando estos pobres seres son ya hombres, casi siempre la rueda del orden social los encuentra y los tritura, pero mientras son niños, se escapan porque son pequeños. El más pequeño agujero los salva.

Sin embargo, por más abandonado que estuviese, sucedía a veces, cada dos o tres meses, que decía: «Vaya, voy a ver a mamá». Entonces abandonaba el bulevar, el Circo, la puerta Saint-Martin, y descendía a los muelles, cruzaba los puentes, alcanzaba los arrabales, alcanzaba la Salpêtrière y llegaba, ¿dónde? Precisamente ante el número 50-52, que el lector ya conoce, el tugurio Gorbeau.

En esta época, el número 50-52, habitualmente desierto, y adornado eternamente con el cartel «Habitaciones por alquilar», se encontraba, cosa rara, habitado por varios individuos, que como sucede siempre en París, no tenían ningún vínculo ni relación entre sí.

Todos pertenecían a esa clase indigente que empieza a partir del último burgués entrampado, y que se sumerge, de miseria en miseria, en los bajos fondos de la sociedad, hasta esos seres a los que van a parar todas las materias de la civilización; el pocero que limpia el barro, y el trapero que recoge los harapos.

La «inquilina principal» del tiempo de Jean Valjean había muerto y había sido reemplazada por otra similar. No sé qué filósofo dijo: «Nunca faltan viejas».

Esta nueva vieja se llamaba la señora Burgon, y no tenía nada notable en su vida más que una dinastía de tres papagayos, los cuales habían reinado en su alma sucesivamente.

Los más miserables entre los que vivían en la casa eran una familia de cuatro personas, el padre, la madre y dos hijas ya mayores; los cuatro vivían en la misma buhardilla, una de aquellas celdas de las que ya hemos hablado.

Esta familia no ofrecía nada de particular más que su extrema desnudez; el padre, al alquilar la habitación, dijo llamarse Jondrette. Algún tiempo después de la mudanza, que se había parecido, usando una expresión memorable de la inquilina principal, a la entrada de la nada, este Jondrette había dicho a la vieja, que como su antecesora era portera y barría la escalera:

—Tía Fulana, si alguien viniese por casualidad a preguntar por un polaco, un italiano o un español, ése soy yo.

Esta familia era la familia del alegre pilluelo. Llegaba allí, y encontraba la pobreza, la miseria, y lo que es más triste aún, no veía ni una sonrisa; el frío en el hogar, el frío en los corazones. Cuando entraba, le preguntaban:

—¿De dónde vienes?

Y respondía:

—De la calle.

Cuando se iba, le preguntaban:

—¿Adónde vas?

Y respondía:

—A la calle.

Su madre le decía:

—Pues, ¿a qué vienes aquí?

Este niño vivía con la falta de afectos de esas hierbas pálidas que viven en las cuevas. No sufría siendo así, y no culpaba de ello a nadie. No sabía exactamente lo que debía ser un padre y una madre.

Su madre amaba a sus hermanas.

Hemos olvidado decir que en el bulevar del Temple llamaban a aquel niño Gavroche. ¿Por qué se llamaba Gavroche? Probablemente porque su padre se llamaba Jondrette.

Romper el hilo parece ser el instinto de algunas familias miserables.

La habitación que ocupaban los Jondrette en el tugurio Gorbeau era la última, al extremo del corredor. La celda contigua estaba ocupada por un joven muy pobre, llamado Marius.

Digamos ahora quién era este señor Marius.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora