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 EL NIÑO QUE LLORABA EN EL TOMO III


Al día siguiente de aquel en que tuvieron lugar estos acontecimientos en la casa del bulevar del Hospital, un niño, que parecía venir del lado del puente de Austerlitz, subía por la travesía de la derecha, en dirección a la barrera de Fontainebleau. Era noche cerrada. Aquel niño era pálido, flaco, iba vestido de harapos, con un pantalón de lienzo en el mes de febrero, y cantaba a grito pelado.

En la esquina de la calle del Petit-Banquier, una vieja encorvada rebuscaba en un montón de basuras a la luz del reverbero; el niño la empujó al pasar y luego retrocedió exclamando:

—¡Vaya!, ¡yo que había tomado esto por un enorme perro!

Pronunció la palabra enorme por segunda vez con un ronquido gangoso, que sólo las letras mayúsculas pueden expresar: ¡un enorme, un ENORME perro!

La vieja se enderezó furiosa.

—¡Bribón, pillastre! —gruñó—. ¡Si no hubiera estado inclinada, ya sé yo dónde te habría aplicado la punta del pie!

El chico se hallaba ya a alguna distancia.

—¡Tuso!, ¡tuso! ¡Vaya, veo que no me había equivocado!

La vieja, sofocada de indignación, se levantó, y el resplandor de la linterna dio de lleno en su lívido rostro, surcado de ángulos y arrugas, con las patas de gallo que le llegaban casi hasta las comisuras de la boca. El cuerpo se perdía en la sombra y sólo se veía la cabeza. Hubiérase dicho que era la máscara de la decrepitud, recortada por una claridad cualquiera en las tinieblas.

El chico la miró atentamente.

—Esta señora —dijo— no tiene el género de belleza que me conviene.

Prosiguió su camino, y volvió a cantar:

Mambrú se fue a la guerra,

montado en una perra.

Mambrú se fue a la guerra,

no sé cuándo vendrá...

Al acabar el cuarto verso, se detuvo. Había llegado delante del número 50-52, y al encontrar la puerta cerrada, comenzó a descargar taconazos sobre ella, taconazos resonantes y heroicos, que revelaban más bien los zapatos de hombre que llevaba que los pies de niño que tenía.

Entretanto, aquella misma vieja que había encontrado en la esquina de la calle del Petit-Banquier corría detrás de él, lanzando gritos y prodigando gestos desmesurados.

—¿Qué es esto?, ¿qué es esto? ¡Señor!, ¡echan abajo la puerta!, ¡están derribando la casa!

Los taconazos continuaban.

La vieja gritaba:

—¡Así se arreglan las casas ahora! —De repente, se detuvo. Había reconocido al muchacho—. ¡Cómo!, ¿eres tú, Satanás?

—¡Vaya!, es la vieja —exclamó el niño—. Buenas noches, tía Burgonmuche. Vengo a ver a mis progenitores.

La vieja respondió con una mueca del orden compuesto, admirable improvisación del odio sacando partido de la caducidad y la fealdad, que, desgraciadamente, se perdió en las tinieblas.

—No hay nadie, carátula.

—¡Bah! —dijo el niño—. ¿Dónde está mi padre?

—En la Force.

—¡Vaya! ¿Y mi madre?

—En Saint-Lazare.

—¿Y mis hermanas?

—En las Madelonnettes.

El niño se rascó detrás de la oreja, miró a la tía Bougon y dijo:

—¡Ah!

Luego giró en redondo y un momento después la vieja que había quedado en el umbral de la puerta le oyó que cantaba con voz clara y juvenil, perdiéndose entre los negros álamos que se estremecían al soplo del viento de invierno:

Mambrú se fue a la guerra,

montado en una perra.

Mambrú se fue a la guerra,

no sé cuándo vendrá.

Si vendrá para Pascua,

o por la Trinidad...




[FIN DE LA TERCERA PARTE]

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora