LIBRO OCTAVO. El mal pobre

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I

MARIUS, BUSCANDO A UNA JOVEN CON SOMBRERO, ENCUENTRA A UN HOMBRE CON GORRA

Transcurrió el verano, después el otoño, y vino el invierno. Ni el señor Leblanc ni su hija habían vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un pensamiento: volver a ver aquel dulce y adorable rostro. Lo buscaba sin cesar, y por todas partes; pero no hallaba nada. Ya no era Marius el soñador entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el arriesgado provocador del destino, el cerebro que engendraba porvenir sobre porvenir, el espíritu joven colmado de planes, de proyectos, de altivez, de ideas y de voluntad; era un perro perdido. Cayó en una negra tristeza. Era el fin. El trabajo le repugnaba, el paseo le fatigaba, la soledad le aburría; la vasta naturaleza, tan llena en otros tiempos de formas, de claridades, de voces, de consejos, de perspectivas, de horizontes y de enseñanzas, estaba ahora vacía ante él. Le parecía que todo había desaparecido.

Continuaba pensando, porque no podía hacer otra cosa; pero ya no encontraba placer en sus pensamientos. A todo lo que éstos le proponían en voz baja, sin cesar, respondía en la sombra: «¿Para qué me sirve?».

Se hacía cien reproches: «¿Por qué la he seguido? ¡Era tan feliz sólo con verla! Me miraba; ¿es que esto no es inmenso? Parecía que me amaba. ¿No era esto lo que yo podía desear? He querido algo más, ¿qué? Nada hay después de esto. He cometido un absurdo; mía es la culpa, etcétera».

Courfeyrac, a quien no confiaba nada, porque así era su carácter, pero que adivinaba un poco, siendo esto también propio de su naturaleza, había empezado felicitándole por su amor, pero asombrándose por otra parte, y después, viendo a Marius sumido en aquella melancolía, había acabado por decirle: «Veo que has sido simplemente un animal. Anda, ven a la Chaumière».

Una vez, confiando en un hermoso sol de septiembre, Marius se había dejado llevar al baile de Sceaux por Courfeyrac, Bossuet y Grantaire, esperando, ¡qué delirio!, que tal vez la encontraría allí. Bien entendido, no vio a la que buscaba. «Y sin embargo es aquí donde se encuentran todas las mujeres perdidas», decía Grantaire aparte. Marius dejó a sus amigos en el baile y regresó a pie, solo, cansado, febril, con los ojos turbados y tristes en la noche, aturdido por el ruido y el polvo producido por los alegres carruajes de personas que volvían cantando de la fiesta y pasaban por su lado, mientras él, desanimado, aspiraba para refrescarse la cabeza el acre olor de los nogales del camino.

Desde entonces, volvió a vivir cada vez más solitario, extraviado, humillado, entregado sólo a su angustia interior, yendo y viniendo por el dolor como el lobo en la trampa, buscando por todas partes a la ausente, perdido de amor.

Otra vez tuvo un encuentro que le produjo un efecto singular. Había visto en las callejuelas vecinas al bulevar de los Inválidos a un hombre vestido como un obrero y tocado con una gorra de ancha visera, que dejaba entrever mechones de cabello muy blanco. Marius quedose sorprendido por la belleza de aquellos cabellos blancos y contempló a aquel hombre que andaba con lentitud y como absorbido en una dolorosa meditación. Cosa extraña, le pareció reconocer en él al señor Leblanc. Eran los mismos cabellos, el mismo perfil, por cuanto dejaba ver la gorra, el mismo aspecto, sólo que más triste. ¿Pero por qué aquellas ropas de obrero? ¿Qué significaba aquello? ¿Qué significaba aquel disfraz? Marius quedó muy sorprendido. Cuando volvió en sí, su primer movimiento fue seguir al hombre; ¿quién sabe si tenía ya la huella que buscaba? En todo caso, era preciso ver al hombre de cerca y aclarar el enigma. Pero esta idea se le ocurrió demasiado tarde, pues el hombre había desaparecido ya. Había tomado alguna callejuela lateral, y Marius no pudo encontrarle. Este encuentro le preocupó durante algunos días, y luego se borró. «Pese a todo —se dijo—, probablemente se trata de un parecido».

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora