VIII

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 LAS DOS NO FORMAN PAREJA


En cuanto a las hijas del señor Gillenormand, acabamos de hablar de ellas. Habían nacido con diez años de intervalo. En su juventud, se habían parecido muy poco, y tanto por el carácter como por su fisonomía, habían sido lo menos hermanas que pudieran ser. La menor era un alma bellísima, amante de todo lo que fuera luz, pensando siempre en las flores, en los versos y en la música, sumida en los espacios gloriosos, entusiasta, etérea, unida desde la infancia ideológicamente a una vaga figura heroica. La mayor tenía también su quimera; veía en el azul a un asentista, algún gran contratista muy rico, un marido espléndidamente tonto, un millón hecho hombre, o bien un prefecto; las recepciones de la Prefectura, un ujier de antecámara con la cadena al cuello, los bailes oficiales, las arengas de la alcaldía, ser «la señora prefecta», todo ello bullía en su imaginación. Las dos hermanas se extraviaban de este modo, cada una en su respectivo sueño, cuando eran jóvenes. Ambas tenían alas; la una como un ángel, la otra como un ganso.

Ninguna ambición llega a realizarse plenamente, al menos aquí en la tierra. Ningún paraíso se convierte en terrestre en la época en que nos hallamos. La menor se había casado con el hombre de sus sueños, pero había muerto. La mayor no se había casado.

En el momento en que hace su entrada en la historia que relatamos, era una virtud vieja, una mojigata incombustible, una de las narices más agudas y uno de los ingenios más obtusos que pueden encontrarse. Detalle característico: fuera del estrecho círculo de su familia, nadie había sabido nunca su nombre de pila. Se la conocía por la señorita Gillenormand, la mayor.

En materia de hipocresía, la señorita Gillenormand, la mayor, hubiese ganado punto a una miss. Era el pudor llevado al extremo. Tenía un recuerdo horrible en su vida; un día, un hombre le había visto la liga.

La edad no había hecho más que aumentar este pudor intransigente. Su pechera no era nunca lo bastante opaca, ni subía demasiado. Multiplicaba los broches y los alfileres, allí donde a nadie podía ocurrírsele mirar. Lo propio de la mojigatería es poner tantos más centinelas cuanto menos amenazada está la fortaleza.

Sin embargo, y el que pueda explicará estos misterios de la inocencia, se dejaba abrazar sin repugnancia por un oficial de lanceros que era sobrino segundo suyo y se llamaba Théodule.

Prescindiendo de este favorecido lancero, el epíteto «mojigata», bajo el cual la hemos clasificado, le era absolutamente propio. La señorita Gillenormand era una especie de alma crepuscular. La mojigatería es mitad virtud y mitad vicio.

Unía a la mojigatería la falsa devoción que es el forro que le conviene. Era de la Cofradía de la Virgen, y llevaba un velo blanco en ciertas fiestas, mascullaba oraciones especiales, adoraba la «sagrada sangre», veneraba «el sagrado corazón» y permanecía horas enteras en contemplación, ante un altar rococó-jesuita en una capilla cerrada a la mayoría de los fieles, y allí dejaba elevarse el alma entre pequeñas nubes de mármol y grandes rayos de madera dorada.

Tenía una amiga de capilla, vieja virgen como ella, la señorita Vaubois, enteramente boba, a cuyo lado la señorita Gillenormand tenía el placer de sentirse un águila. Fuera de los Agnus Dei y de los Ave María, la señorita Vaubois no sabía más que los diversos modos de hacer confituras. La señorita Vaubois, perfecta en su género, era el armiño de la estupidez, sin una sola mancha de inteligencia.

Digámoslo, la señorita Gillenormand, al envejecer, había ganado más que perdido, como sucede siempre con las naturalezas pasivas. No había sido nunca mala, lo cual es una bondad relativa; además, los años desgastan los ángulos, y había adquirido la suavidad que da la duración. Era triste, con una tristeza oscura cuyo secreto ni ella misma poseía. En toda su persona había el estupor de una vida terminada que no había empezado.

Dirigía la casa de su padre, el señor Gillenormand, quien tenía a la hija a su lado del mismo modo que monseñor Bienvenu tenía a su hermana. Estas uniones de un viejo y una vieja soltera no son raras, tienen el aspecto siempre tierno de dos debilidades que se sostienen mutuamente.

Había además en la casa, entre esta vieja soltera y aquel anciano, un niño, un muchacho siempre tembloroso y mudo ante el señor Gillenormand, el cual no le hablaba nunca sino con voz severa, y algunas veces con el bastón levantado: «¡Aquí, caballero!», «¡Bergante, pillo, acercaos!», «¡Responded, tunante!», «¡Que os vea, galopín!», etc., etc.

Le idolatraba.

Era su nieto. Ya volveremos a encontrarnos con este niño.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora