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 UTILIDAD DE IR A MISA PARA HACERSE REVOLUCIONARIO


Marius había conservado las costumbres religiosas de su infancia. Un domingo que había ido a oír misa a Saint-Sulpice, a la misma capilla de la Virgen adonde le llevaba su tía cuando era pequeño, estaba distraído y más pensativo que de ordinario, y se había colocado detrás de un pilar y arrodillado, sin advertirlo, sobre una silla de terciopelo de Utrech, en cuyo respaldo estaba escrito: «Señor Mabeuf, mayordomo». Apenas empezó la misa, se presentó un anciano y le dijo:

—Caballero, éste es mi sitio.

Marius se apartó apresuradamente, y el viejo ocupó su silla.

Cuando acabó la misa, Marius permaneció pensativo; el viejo se acercó y le dijo:

—Os pido perdón por haberos distraído antes, y por distraeros aún un momento; pero tal vez me habréis creído impertinente, y debo daros una explicación.

—Es innecesaria, caballero —dijo Marius.

—¡No! —dijo el anciano—. No quiero que os forméis una mala idea de mí. Ya veis, éste es mi sitio. Me parece que desde él es mejor la misa. Y ¿por qué? Voy a decíroslo. A este mismo sitio, he visto venir regularmente por espacio de diez años, cada dos o tres meses, a un pobre padre que no tenía otro medio ni otra ocasión de ver a su hijo, porque se lo impedían cuestiones de familia. Venía a la hora en que sabía que traían a su hijo a misa. El niño no sabía que su padre estaba allí. ¡Tal vez ni sabía, el inocente, que tenía un padre! El padre se ponía detrás de una columna, para que no le viesen; miraba a su hijo y lloraba. ¡Cuánto le quería el pobre hombre! Yo lo he visto. Este lugar está como santificado para mí, y he tomado la costumbre de venir a él para oír misa. Lo prefiero al sillón de mayordomo que debería ocupar. He tratado un poco a este caballero de quien os hablo. Tenía un suegro y una tía rica, y parientes que amenazaban con desheredar a su hijo si le veía. Se había sacrificado para que su hijo fuera rico y feliz algún día. Los separaban por diferencias políticas. Ciertamente, yo apruebo las opiniones políticas, pero hay personas que no saben tenerlas con prudencia. ¡Dios mío! Porque un hombre haya estado en Waterloo no es un monstruo; ¿sólo por esto se debe separar a un padre de su hijo? Era un coronel de Bonaparte. Ha muerto, según creo. Vivía en Vernon, donde yo tengo un hermano sacerdote, y se llamaba algo así como Pontmarie, o Montpercy... Tenía una gran cicatriz de un sablazo.

—¡Pontmercy! —dijo Marius, palideciendo.

—Precisamente, Pontmercy. ¿Es que le habéis conocido?

—Caballero —dijo Marius—, era mi padre.

El viejo mayordomo juntó las manos y exclamó:

—¡Ah! ¡Vos sois el niño! Sí, ahora sois ya un hombre. ¡Pues bien, podéis decir que habéis tenido un padre que os ha querido mucho!

Marius ofreció su brazo al anciano, y le acompañó hasta su casa. Al día siguiente, le dijo al señor Gillenormand:

—Hemos preparado una partida de caza entre algunos amigos. ¿Me permitís ausentarme por tres días?

—¡Y cuatro! —respondió el abuelo—. Anda, diviértete.

Y guiñando un ojo, dijo en voz baja a su hija:

—¡Algún amorío!

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora