IV

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 FIN DEL BANDIDO


La terminación de los estudios clásicos de Marius coincidió con la salida del mundo del señor Gillenormand. El anciano dijo adiós al barrio Saint-Germain y a las reuniones de la señora T., y fue a establecerse en el Marais, en su casa de la calle Filles-du-Calvaire. Tenía por criados, además del portero, a la doncella Nicolette, que había sucedido a la Magnon, y al vasco sin aliento y cansino del cual hemos hablado algunas páginas antes.

Marius acababa de cumplir diecisiete años en 1827 cuando un día, al volver a su casa, vio a su abuelo con una carta en la mano.

—Marius —le dijo el señor Gillenormand—, mañana partirás para Vernon.

—¿Para qué? —preguntó Marius.

—Para ver a tu padre.

Marius se estremeció. Había pensado en todo excepto en aquello, en que podría llegar un día en que tuviese que ver a su padre. No podía encontrar nada más inesperado, más sorprendente, y digámoslo, más desagradable. Era la antipatía obligada a convertirse en simpatía. No era un disgusto, sino un trabajo fatigoso.

Marius, además de sus motivos de antipatía política, estaba convencido de que su padre, el acuchillador, como le llamaba el señor Gillenormand en los días de mayor amabilidad, no le amaba; esto era evidente, puesto que lo había entregado a otros. Creyendo que no era amado, no amaba. No hay nada tan normal, se decía.

Se quedó tan estupefacto que no preguntó nada al señor Gillenormand.

El abuelo añadió:

—Parece que está enfermo. Te llama.

Y tras un silencio, dijo:

—Partirás mañana por la mañana. Creo que hay, en la plaza de Fontaines, un coche que parte a las seis y llega por la noche. Tómalo; dice que corre prisa.

Luego arrugó la carta y se la metió en el bolsillo.

Marius hubiera podido partir aquella misma noche, y estar al lado de su padre al día siguiente por la mañana. Una diligencia de la calle Bouloi hacía, en aquella época, el viaje a Ruan, de noche, y pasaba por Vernon. Pero ni el señor Gillenormand ni Marius pensaron en informarse.

Al día siguiente al anochecer, llegaba Marius a Vernon. Empezaban a encenderse las luces. Preguntó al primer transeúnte: «¿La casa del señor Pontmercy?». Porque, en su fuero interno, era de las mismas ideas que la Restauración, y no reconocía a su padre como barón ni como coronel.

Le indicaron la casa. Llamó; una mujer fue a abrirle, con una lamparilla en la mano.

—¿El señor Pontmercy? —preguntó Marius.

La mujer quedose inmóvil.

—¿Es aquí? —preguntó Marius.

La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Podría hablarle?

La mujer hizo un signo negativo.

—Es que soy su hijo —dijo Marius—. Me está esperando.

—Ya no os espera —dijo la mujer.

Entonces, él se dio cuenta de que lloraba.

La mujer le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró.

En esta sala, iluminada por una vela de sebo colocada encima de la chimenea, había tres hombres; uno de pie, uno de rodillas y el tercero en el suelo, echado cuan largo era sobre los ladrillos. El que estaba en el suelo era el coronel.

Los otros dos eran el médico y un sacerdote que oraba.

El coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral. Al principio de la enfermedad, teniendo un mal presentimiento, había escrito al señor Gillenormand para llamar a su hijo. La enfermedad se había agravado. La tarde misma de la llegada de Marius a Vernon, el coronel había tenido un acceso de delirio; se había levantado de la cama, a pesar de la oposición de la criada, gritando: «¡Mi hijo no llega! ¡Voy a buscarle!». Luego había salido de su habitación y había caído sobre las losas de la antecámara. Acababa de expirar.

Habían llamado al médico y al párroco. El médico había llegado demasiado tarde, y también el párroco. El hijo también había llegado demasiado tarde.

A la luz crepuscular de la vela, se distinguía sobre la mejilla del coronel yacente una gruesa lágrima que había caído de su ojo muerto. El ojo se había apagado, pero la lágrima no se había secado. Aquella lágrima era la tardanza de su hijo.

Marius contempló a aquel hombre a quien veía por vez primera y última, aquel rostro venerable y varonil, aquellos ojos abiertos que ya no veían, aquellos cabellos blancos, aquellos miembros robustos sobre los que se distinguían, aquí y allá, manchas oscuras que eran sablazos, y una especie de estrellas rojas que eran balazos. Contempló aquella gigantesca cicatriz que imprimía un sello de heroísmo sobre aquel rostro en el que Dios había impreso la bondad. Pensó que aquel hombre era su padre, y que había muerto, y permaneció inmóvil.

La tristeza que sentía era la que hubiera sentido ante cualquier otro hombre al que hubiera visto tendido y muerto.

El duelo, un duelo punzante, estaba en aquella habitación. La sirvienta se lamentaba en un rincón, el párroco oraba, y se le oía sollozar, el médico se secaba los ojos; el propio cadáver lloraba.

El médico, el cura y la mujer miraban a Marius a través de su aflicción, sin pronunciar una sola palabra; él era allí el extraño. Marius, poco emocionado, se sentía avergonzado en una situación embarazosa; tenía el sombrero en la mano, y lo dejó caer al suelo para hacer creer que el dolor le quitaba la fuerza necesaria para sostenerlo.

Al mismo tiempo experimentaba como un remordimiento, y se despreciaba por obrar así. Pero ¿era culpa suya? ¡No amaba a su padre! ¿Y qué?

El coronel no dejaba nada. La venta del mobiliario pagó apenas el entierro. La sirvienta encontró un pedazo de papel que entregó a Marius. En él estaba escrito esto, por la mano del coronel:

Para mi hijo. —El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Puesto que la Restauración me niega este título, que he pagado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. No hay que decir que será digno de él.

Detrás, el coronel había añadido:

En esa misma batalla de Waterloo, un hombre me salvó la vida. Este hombre se llama Thénardier. En los últimos tiempos, creo que tenía una posada en una aldea de los alrededores de París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo le encuentra, hará a Thénardier todo el bien que pueda.

No por amor a su padre, sino a causa de ese vago respeto que inspira la muerte y que es siempre tan imperioso en el corazón del hombre, Marius tomó aquel papel y lo guardó.

Nada quedó del coronel. Gillenormand hizo vender a un trapero su espada y su uniforme. Los vecinos desvalijaron el jardín y cogieron las flores más raras. Las otras plantas se convirtieron en malezas, o murieron.

Marius se había quedado sólo cuarenta y ocho horas en Vernon. Después del entierro de su padre, había regresado a París y se había entregado de nuevo a su Derecho, sin pensar más en su padre, como si no hubiera existido. El coronel había sido enterrado al cabo de dos días, y olvidado al cabo de tres.

Marius llevaba una cinta en su sombrero. Esto fue todo.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora