MARIUS POBRE
Con la miseria sucede lo que con todo. Llega a hacerse posible; concluye por tomar una forma y arreglarse. Se vegeta, es decir, se desarrolla uno de cierto modo miserable, pero suficiente para vivir. Véase cómo se había arreglado la existencia de Marius.
Había salido ya de la extrema estrechez; el desfiladero se ensanchaba un poco ante él. A fuerza de trabajo, de valor, de perseverancia y de voluntad había conseguido obtener por su trabajo alrededor de setecientos francos por año. Había aprendido el alemán y el inglés; gracias a Courfeyrac, quien le había puesto en contacto con su amigo el editor, Marius desempeñaba en la literatura librera el modesto papel de subalterno. Confeccionaba prospectos, traducía periódicos, anotaba ediciones, compilaba biografías, etc. Producto neto, fuese bueno o malo el año, setecientos francos. Vivía de ellos. No vivía mal. ¿Cómo? Vamos a exponerlo.
Marius ocupaba en el tugurio Gorbeau, al precio de treinta francos, un cuchitril sin chimenea, llamado gabinete, donde no había en materia de muebles más que lo indispensable. Estos muebles eran suyos. Daba tres francos por mes a la vieja inquilina principal para que le barriese el cuchitril y le llevara cada mañana un poco de agua caliente, un huevo fresco y un pan de un sueldo. Se desayunaba con ese pan y ese huevo. Su desayuno variaba de dos a cuatro sueldos, según los huevos fuesen caros o baratos. A las seis de la tarde bajaba a la calle Saint-Jacques a comer en Rousseau, enfrente de Basset, el comerciante de estampas de la esquina de la calle Mathurins. No tomaba sopa. Tomaba un plato de carne de seis sueldos, medio plato de legumbres de tres sueldos y un postre de tres sueldos. Por tres sueldos más, pan a discreción. En cuanto al vino, bebía agua. Al pagar en el mostrador, donde se sentaba majestuosamente la señora Rousseau, siempre gruesa y aún fresca en aquel tiempo, daba un sueldo al camarero, y la señora Rousseau le obsequiaba con una sonrisa. Después se iba. Por dieciséis sueldos disponía de una comida y una sonrisa.
Este restaurante Rousseau, donde se vaciaban tan pocas botellas y tantas garrafas, era un calmante, mejor aún que un restaurante. Hoy ya no existe. El encargado tenía un buen sobrenombre; le llamaban Rousseau el acuático.
Almorzando, pues, con cuatro sueldos, y cenando por dieciséis, le salía el alimento por veinte sueldos diarios; lo cual sumaban trescientos sesenta y cinco francos por año. Añadiendo a éstos los treinta francos de alquiler y los treinta y seis de la vieja, más algunos otros gastillos, resulta que por cuatrocientos cincuenta francos Marius estaba alimentado, alojado y servido. Sus ropas le costaban cien francos, la ropa blanca cincuenta, la lavandera otros cincuenta, y con todo, no pasaba de seiscientos cincuenta francos. Le quedaban cincuenta francos. Era rico. Incluso, si la ocasión llegaba, prestaba diez francos a un amigo; Courfeyrac le había pedido prestados una vez sesenta francos. En cuanto a la calefacción, como Marius no disponía de chimenea, había podido «simplificarla».
Marius tenía siempre dos trajes completos; uno viejo, «para todos los días», y otro nuevo. Ambos eran negros. No poseía más que tres camisas, una que llevaba encima, otra en la cómoda y la tercera en casa de la lavandera. Casi siempre estaban rotas, lo que le obligaba a abrocharse el traje hasta la barbilla.
Para que Marius llegara a esta situación floreciente había necesitado años. Años rudos; unos difíciles de atravesar, otros de ascender, pero no había decaído ni un solo día. Lo había sufrido todo en materia de desnudez; todo lo había hecho, excepto contraer deudas. Se daba testimonio de que nunca había debido un sueldo a nadie. Para él una deuda era como el principio de la esclavitud. Incluso se decía a sí mismo que un acreedor es peor que un dueño; pues un dueño sólo posee la persona, mientras que el acreedor posee la dignidad y puede abofetearla. Antes que pedir prestado, se abstenía de comer. Había pasado muchos días ayunando. Dándose cuenta de que los extremos se tocan y de que si no se presta atención, la disminución de la fortuna puede llevar a la bajeza, cuidaba celosamente de su altivez. Una frase o un acto que en otra ocasión le hubiera parecido una deferencia, se le antojaba entonces una humillación, y se erguía. No se aventuraba a nada, pero no retrocedía. Su fisonomía ostentaba una especie de rubor severo. Era tímido hasta la aspereza.
En todas las pruebas sentíase animado y algunas veces incluso impulsado por una fuerza secreta que tenía dentro de sí. El alma ayuda al cuerpo y en ciertos momentos le sirve de apoyo. Es el único pájaro que sostiene su jaula.
Al lado del nombre de su padre había grabado otro nombre en el corazón de Marius, el de Thénardier. Marius, en su naturaleza entusiasta y grave, rodeaba de una especie de aureola al hombre a quien en su pensamiento debía la vida de su padre, a aquel intrépido sargento que había salvado al coronel en medio de las bombas y las balas de Waterloo. No separaba jamás el recuerdo de aquel hombre del de su padre, y los asociaba en su veneración. Era una especie de culto de dos grados, el altar mayor para el coronel y uno pequeño para Thénardier. Lo que redoblaba la ternura de su reconocimiento era la idea del infortunio en que había caído Thénardier. Marius se había enterado en Montfermeil de la ruina y la quiebra del desgraciado posadero. Desde entonces había hecho esfuerzos inauditos para encontrar sus huellas, y llegar a él en el tenebroso abismo de la miseria en que había caído Thénardier. Marius había escudriñado toda la comarca; había ido de Chelles, a Bondy, a Gournay, a Nogent, a Lagny. Durante tres años se había dedicado sólo a buscarle, gastando en tales pesquisas el poco dinero que ahorraba. Nadie había sabido darle noticias de Thénardier; creían que se había ido al extranjero. Sus acreedores le habían buscado también, con menor amor que Marius, pero con tanto tesón como él, y no habían podido echarle mano. Marius se acusaba y se reprendía casi por no haber conseguido nada en sus investigaciones. Era la única deuda que le había dejado el coronel, y para Marius era una cuestión de honor el pagarla. «¿Cómo —pensaba—, cuando mi padre yacía moribundo en el campo de batalla, Thénardier consiguió encontrarle a través del humo y la metralla, y llevarlo sobre sus hombros, y no le debía nada, y yo, que tanto debo a Thénardier, no sé encontrarlo en esta sombra en que agoniza, y volverle a mi vez a la vida? ¡Ah! ¡Lo encontraré!». Para encontrar a Thénardier, en efecto, Marius hubiera dado uno de sus brazos, y para sacarlo de la miseria, toda su sangre. Volver a ver a Thénardier, hacerle un favor cualquiera, decirle: «¿No me conocéis? Pues bien, ¡yo os conozco! ¡Estoy aquí! ¡Disponed de mí!», era el sueño más dulce y magnífico de Marius.
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Los Miserables III: Marius
Historical FictionEn esta tercera parte, aparecen nuevos personajes: Gavroche, hijo abandonado de los Thénardier, que encarna al pilluelo de París, y Marius Pontmercy, hijo del coronel de Waterloo, quien se une a un grupo de estudiantes republicanos y en sus paseos p...