LIBRO SEXTO. La conjunción de dos estrellas

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I

 EL APODO: MANERA DEFORMAR NOMBRES DE FAMILIA


En aquella época, Marius era un guapo joven de mediana estatura, con espesos cabellos muy negros, una frente alta e inteligente, las ventanas de la nariz abiertas y apasionadas, el aspecto sincero y tranquilo, y un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión e inocencia. Su perfil, cuyas líneas eran todas redondeadas, sin cesar de ser firmes, poseía esa dulzura germánica que ha penetrado en la fisonomía francesa por Alsacia y Lorena, y esa ausencia completa de ángulos que hacía distinguir tan fácilmente a los sicambros entre los romanos, y que distingue a la raza leonina de la raza aquilina. Hallábase en esa época de la vida en que la imaginación de los hombres que piensan se compone casi en iguales proporciones de reflexión y sencillez. Dada su grave situación, tenía cuanto necesitaba para ser estúpido; un paso más, y podía ser sublime. Sus maneras eran reservadas, frías, corteses, poco abiertas. Como su boca era encantadora, sus labios de lo más encarnado y sus dientes los más blancos del mundo, su sonrisa corregía lo que había de severo en su fisonomía. En ciertos momentos formaban singular contraste aquella casta frente y aquella voluptuosa sonrisa.

En el tiempo de su mayor miseria observaba que las jóvenes se volvían cuando pasaba, y él huía o se ocultaba, con la muerte en el alma. Pensaba que le miraban a causa de sus viejas ropas, riéndose de ellas; el hecho es que le miraban por su gracia, y se complacían con ella.

Este mudo malentendido entre él y las bonitas paseantes le había hecho huraño. No eligió ninguna por la sencilla razón de que huía de todas. Vivió así indefinidamente; «bestialmente», según decía Courfeyrac.

Courfeyrac le decía también:

—No aspires a ser venerable —pues ellos se tuteaban; deslizarse al tuteo es la pendiente de las amistades jóvenes—. Querido amigo, un consejo. No leas tanto en los libros y mira un poco más las faldas. Siempre hay algo bueno en ellas, ¡oh, Marius! A fuerza de huir y de ruborizarte, te embrutecerás.

En otras ocasiones, Courfeyrac le encontraba y le decía:

—Buenos días, señor cura.

Cuando Courfeyrac le encajaba alguna frase de este tipo, Marius esquivaba durante ocho días más que nunca a las mujeres, jóvenes y viejas, y evitaba a todo trance encontrarse con Courfeyrac.

Había, sin embargo, en toda la inmensidad de la Creación dos mujeres de quienes Marius no huía y contra las cuales no tomaba precaución alguna. Una era la vieja barbuda que barría su cuarto, y de la cual decía Courfeyrac: «Viendo que su criada se deja la barba, Marius no se deja la suya». La otra era una jovencita a la cual veía frecuentemente, pero sin mirarla nunca.

Desde hacía más de un año, Marius observaba en una avenida desierta del Luxemburgo, la avenida que costea el parapeto de la Pépinière, a un hombre y una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro en el mismo banco, en el extremo más solitario del paseo, por el lado de la calle Ouest. Cada vez que esa casualidad, que se entromete en los paseos de las personas meditabundas, llevaba a Marius por aquella avenida, y esto sucedía casi todos los días, hallaba allí a la misma pareja. El hombre podría tener unos sesenta años, y parecía triste y serio; toda su persona ofrecía ese aspecto robusto y fatigado de las gentes de guerra retiradas del servicio. Si hubiera llevado una condecoración, Marius habría dicho: «Es un antiguo oficial». Tenía buen aspecto pero inabordable, y nunca fijaba su mirada en la mirada de nadie. Llevaba un pantalón azul, una levita azul y un sombrero de ala ancha que parecía siempre nuevo, una corbata negra y una camisa de cuáquero, es decir, deslumbrante por su blancura, pero de tela gruesa. Al pasar un día una griseta junto a él, exclamó: «¡Vaya un viudo bien aseado!». Tenía el pelo muy blanco.

La joven que le acompañaba y se sentaba con él en el banco que parecían haber adoptado era una muchacha de trece a catorce años, delgada hasta el punto de resultar casi fea, encogida, insignificante, y que tal vez poseía unos hermosos ojos. Sólo que los tenía siempre levantados con una especie de desagradable seguridad. Tenía ese aspecto a la vez aviejado e infantil de las pensionistas de un convento; y vestía un traje mal cortado de merino negro. Parecían ser padre e hija.

Marius examinó durante dos o tres días a aquel hombre viejo que no era aún un anciano, y a aquella niña que no era aún una joven; luego dejó de prestarles atención. Ellos, por su parte, parecían no haberle visto siquiera. Charlaban entre sí con aire apacible e indiferente. La joven charlaba sin cesar y alegremente; el viejo hablaba poco, pero a cada instante, fijaba en ella sus ojos llenos de una inefable ternura paternal.

Marius había adquirido la maquinal costumbre de pasearse por aquella avenida. En ella los encontraba invariablemente.

He aquí cómo sucedía.

Marius llegaba generalmente por el extremo de la avenida opuesta a su banco. Andaba a lo largo de la avenida, pasaba ante ellos y luego se volvía y recorría de nuevo el paseo hasta el extremo por donde había entrado, y volvía a comenzar. Repetía esto cinco o seis veces cada día, y el paseo otras cinco veces por semana, sin que, a pesar de tanto encuentro, aquellas personas hubiesen llegado a cambiar un saludo.

Aquel hombre y aquella niña, aunque parecían evitar las miradas, naturalmente habían despertado la atención de cinco o seis estudiantes que, de vez en cuando, se paseaban por la Pépinière; los estudiantes estudiosos, después de sus clases, y los otros, después de su partida de billar. Courfeyrac, que pertenecía a los últimos, los había observado durante algún tiempo, pero pareciéndole fea la muchacha, tuvo buen cuidado de alejarse pronto. Había huido como un parto, lanzándoles en vez de un dardo un apodo. Sorprendido únicamente por el traje de la pequeña y por los cabellos del viejo, había llamado a la chica la señorita Lanoire, y al padre el señor Leblanc, y con tal suerte que, no conociéndolos nadie, e ignorando su verdadero nombre, el apodo ocupó el lugar, e hizo las veces de aquél. Los estudiantes decían: «¡Ah!, ya está el señor Leblanc en su puesto»; y Marius, como los demás, halló muy cómodo llamar a aquel desconocido señor Leblanc.

Los imitaremos, y le llamaremos señor Leblanc, para mayor facilidad de este relato.

Marius continuó así, viéndolos casi todos los días a la misma hora durante el primer año. El hombre le agradaba, pero la chica le parecía un poco tosca y sin gracia.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora