EMPLEO DE LA MONEDA DE CINCO FRANCOS DE MARIUS
Marius juzgó que había llegado el momento de volver a ocupar su puesto en el observatorio. En un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad de su edad, se halló junto al agujero del tabique.
Miró.
El interior de la habitación de los Jondrette ofrecía un aspecto singular, y Marius se explicó la extraña claridad que había observado. Una vela lucía en un candelero de cobre, pero no era ella la que iluminaba realmente la habitación. El desván entero estaba como iluminado por el reverbero de un gran brasero de hierro colocado en la chimenea y lleno de carbón encendido. Era el brasero que la Jondrette había preparado por la mañana. El carbón estaba ardiendo, y el brasero, al rojo; una llama azul vagaba oscilante sobre el fuego y ayudaba a distinguir la forma del cortafrío comprado por Jondrette en la calle Pierre-Lombard, que se enrojecía hundido entre las ascuas. En un rincón, cerca de la puerta, y como dispuestos para usarse próximamente, veíanse dos montones que parecían ser el uno de hierros y el otro de cuerdas. Todo esto, para el que no hubiese sabido lo que se preparaba, hubiera hecho oscilar en la imaginación una idea muy siniestra y otra muy sencilla. La cueva, así iluminada, parecía más bien una fragua que una boca del infierno, pero Jondrette, con aquel resplandor, más tenía el aire de un demonio que de un herrero.
El calor del brasero era tal que la vela colocada encima de la mesa se fundía por el lado del fuego, consumiéndose en el borde. Una antigua linterna sorda, de cobre, digna de Diógenes convertido en Cartouche, estaba sobre la chimenea.
El brasero colocado en el mismo fogón, al lado de los tizones casi apagados, enviaba sus gases por el conducto de la chimenea, y no despedía olor alguno.
La luna, entrando por los cuatro vidrios de la ventana, arrojaba su blanquecina luz en el purpúreo y llameante desván, y para el espíritu poético de Marius, soñador incluso en el momento de la acción, era como un pensamiento del cielo mezclado con los deformes sueños de la tierra.
Una corriente de aire, que penetraba por el vidrio roto, contribuía a disipar el olor del carbón y a disimular el brasero.
La cueva de Jondrette se hallaba, si recordamos cuanto hemos dicho acerca del caserón Gorbeau, admirablemente situada para servir de teatro a un hecho violento y sombrío, y de manto a un crimen. Era el cuarto más retirado de la casa más aislada, en el bulevar más desierto de París. Si la emboscada criminal no hubiera existido, se habría inventado allí.
Todo el espesor de una casa y una porción de cuartos deshabitados separaban aquella cueva del bulevar, y la única ventana que tenía daba sobre vastos solares cercados de tapias y empalizadas.
Jondrette había encendido su pipa, se había sentado en la silla desfondada y fumaba. Su mujer le hablaba en voz baja.
Si Marius hubiera sido Courfeyrac, es decir, esos hombres que se ríen en todas las ocasiones de la vida, habría estallado en carcajadas al mirar a la Jondrette. Llevaba un sombrero negro con plumas, muy parecido a los sombreros de los reyes de la consagración de Carlos X, un inmenso chal de tartán sobre su falda de punto y los zapatos de hombre que su hija había desdeñado por la mañana. Era este tocado el que había arrancado a Jondrette la exclamación de: «¡Bueno, te has vestido!, has hecho bien. ¡Es preciso que puedas inspirar confianza!».
En cuanto a Jondrette, no se había quitado el sobretodo nuevo y demasiado ancho para él que el señor Leblanc le había dado, y su indumentaria continuaba ofreciendo el contraste del sobretodo y del pantalón, que constituía a los ojos de Courfeyrac el rasgo de un poeta.
De repente, Jondrette alzó la voz:
—¡A propósito!, ahora que lo pienso. Con el tiempo que hace, vendrá en coche. Enciende la linterna, cógela y baja. Te quedarás detrás de la puerta. En el momento en que oigas pararse el carruaje, la abrirás, y le alumbrarás por la escalera y el corredor; y mientras entra aquí, bajarás a todo escape, pagarás al cochero y despedirás el carruaje.
—¿Y el dinero? —preguntó la mujer.
Jondrette buscó en los bolsillos de su pantalón y le entregó cinco francos.
—¿Qué es esto? —exclamó la mujer.
Jondrette respondió con dignidad:
—Es el monarca que el vecino dio esta mañana. —Y añadió—: ¿Sabes que aquí hacen falta dos sillas?
—¿Para qué?
—Para sentarse.
Marius sintió que un estremecimiento le corría por la espalda al oír a la Jondrette dar esta tranquila respuesta:
—¡Pardiez!, voy a ir a buscar las del vecino.
Y con un movimiento rápido abrió la puerta del desván y salió al corredor.
Marius no tenía materialmente tiempo para bajar de la cómoda, ir hasta su cama y esconderse allí.
—Coge la vela —gritó Jondrette.
—No —dijo la mujer—, me estorbaría, tengo que traer las dos sillas. Hay luna.
Marius oyó la pesada mano de la Jondrette buscando a tientas en la oscuridad la llave. La puerta se abrió. Marius quedó clavado en su sitio, poseído de sorpresa y estupor.
La Jondrette entró.
La ventana abuhardillada dejaba entrar un rayo de luna entre dos grandes planos de sombra. Uno de estos planos cubría por entero la pared a la que Marius se había adosado, de modo que desaparecía en la oscuridad.
La Jondrette alzó los ojos, no vio a Marius, tomó las dos sillas, las únicas que Marius poseía, y se marchó, dejando que la puerta se cerrara ruidosamente tras ella.
Volvió a entrar en su cueva.
—Aquí están las dos sillas.
—Y aquí tienes la linterna —dijo el marido—. Baja pronto.
Ella obedeció apresuradamente, y Jondrette se quedó solo.
Dispuso las dos sillas a ambos lados de la mesa, dio vuelta al cortafrío en el brasero, puso ante la chimenea un viejo biombo que ocultaba el brasero; luego fue al rincón donde estaba el montón de cuerdas y se agachó como para examinar alguna cosa. Marius se enteró entonces que lo que él había tomado por un montón informe era una escalera de cuerda muy bien hecha, con escalones de madera y dos garfios para colgarla.
Esta escalera y algunas herramientas, verdaderas mazas de hierro que yacían entre un montón de instrumentos detrás de la puerta, no se hallaban por la mañana en la cueva de los Jondrette, y evidentemente habían sido llevadas allí aquella tarde, durante la ausencia de Marius.
«Son herramientas de cerrajero», pensó Marius.
Si Marius hubiera sido un poco más conocedor de aquel oficio, habría reconocido en lo que él tomaba por herramientas de cerrajero ciertos instrumentos capaces de forzar una cerradura o desencajar una puerta, y otros capaces de cortar o romper; las dos familias de herramientas siniestras que los ladrones llaman ganzúas y ruiseñores.
La chimenea y la mesa con las dos sillas se hallaban precisamente enfrente de Marius. Oculto el brasero por el biombo, la habitación estaba sólo iluminada por la vela; el más pequeño objeto colocado sobre la mesa o sobre la chimenea proyectaba una gran sombra. Un jarro de agua desportillado ensombrecía la mitad de una pared. Había en aquel cuarto no sé qué calma horrible y amenazadora. Sentíase como la expectación de alguna cosa espantosa.
Jondrette había dejado apagar la pipa, grave signo de preocupación, y había vuelto a sentarse. La vela hacía sobresalir los fieros y finos ángulos de su rostro. Grandes fruncimientos de ceño y bruscos movimientos de su mano derecha parecían indicar un sombrío monólogo interior. En una de estas oscuras réplicas que se daba a sí mismo, tiró vivamente hacia sí del cajón de la mesa, cogió de él un ancho cuchillo de cocina y probó el filo con una uña. Una vez hecho esto, volvió a dejar el cuchillo en el cajón y lo cerró.
Marius, a su vez, cogió la pistola que llevaba en el bolsillo derecho y la armó.
La pistola, al ser armada, produjo un pequeño ruido claro y seco.
Jondrette se estremeció, y se enderezó en su silla.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
Marius retuvo el aliento, Jondrette escuchó un instante, y luego estalló en carcajadas, diciendo:
—¡Seré estúpido! Es el tabique que cruje.
Marius retuvo la pistola en la mano.
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Los Miserables III: Marius
Historical FictionEn esta tercera parte, aparecen nuevos personajes: Gavroche, hijo abandonado de los Thénardier, que encarna al pilluelo de París, y Marius Pontmercy, hijo del coronel de Waterloo, quien se une a un grupo de estudiantes republicanos y en sus paseos p...