IV

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UNA ROSA EN LA MISERIA

En efecto, una jovencita estaba en pie en la puerta entreabierta. La claraboya de la buhardilla por donde entraba la luz estaba precisamente enfrente de la puerta e iluminaba aquella figura con un resplandor lívido. Era una criatura flaca, descolorida, descarnada; no llevaba más que una camisa y una falda sobre su helada y temblorosa desnudez. Por cinturón llevaba un pedazo de cuerda, y otro le servía de cinta para el cuello. Los puntiagudos hombros le salían de la camisa; una palidez rubia y linfática, clavículas terrosas, manos rojas, la boca entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, la vista apagada, audaz y baja, las formas de una joven abortada, y la mirada de una vieja corrompida; cincuenta años mezclados con quince años; uno de esos seres que son a la vez débiles y horribles y que hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar.

Marius se había levantado, considerando con una especie de estupor a aquel ser, casi semejante a las formas de la visión que atraviesa la imaginación en los sueños.

Lo que era sobre todo doloroso es que aquella joven no había venido al mundo para ser fea. En su primera infancia, hasta debía de haber sido bonita. La gracia de la edad luchaba todavía contra la horrible vejez anticipada de la disolución y la pobreza. Un resto de belleza moría en aquel rostro de dieciséis años, como el pálido sol que se apaga detrás de horribles nubes en el amanacer de un día de invierno.

Aquel rostro no le resultaba absolutamente desconocido a Marius. Creía recordar haberlo visto en alguna parte.

—¿Qué queréis, señorita? —preguntó.

La joven respondió con su voz de presidiario borracho:

—Traigo una carta para vos, señor Marius.

Llamaba a Marius por su nombre; no podía dudar de que era a él a quien se dirigía; pero ¿quién era aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?

Sin aguardar que él le dijera que pasara, la joven entró. Entró resueltamente, mirando con cierta especie de seguridad que oprimía el corazón todo el cuarto y la deshecha cama. Llevaba los pies desnudos. Grandes agujeros en su vestido dejaban ver sus largas piernas y sus flacas rodillas. Estaba tiritando.

Efectivamente, llevaba una carta en la mano, que tendió a Marius.

Al abrir la carta, Marius observó que el enorme sello estaba aún blando. El mensaje, pues, no podía venir de muy lejos. Leyó:

Mi amable y joven vecino:

Me he enterado de vuestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis meses. Os bendigo, joven. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan desde hace dos días cuatro personas, mi esposa enferma. Si mi corazón no me engaña, creo deber esperar de la generosidad del vuestro, que se humanizará a la vista de este espectáculo, y os subyugará el deseo de serme propicio, dignándoos prodigarme algún socorro.

Con la distinguida consideración que se debe a los bienhechores de la humanidad,

JONDRETTE.

P. D.: Mi hija esperará vuestras órdenes, querido señor Marius.

Esta carta, en medio de la oscura aventura que ocupaba a Marius desde la víspera, era una vela en una caverna. Todo quedó para él aclarado de repente.

Aquella carta procedía de donde procedían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo estilo, la misma ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco.

Había cinco misivas, cinco historias, cinco nombres, cinco firmas y un solo firmante. El capitán español don Álvarez, la desgraciada mujer de Balizard, el poeta dramático Genflot, el viejo comediante Fabantou se llamaban los cuatro Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este modo.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora