XVIII

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 LAS DOS SILLAS DE MARIUS SE ENCUENTRAN FRENTE A FRENTE


De pronto, la lejana y melancólica vibración de una campana conmovió los vidrios. Daban las seis en Saint-Médard.

Jondrette marcó cada campanada con un movimiento de cabeza. Cuando sonó la sexta, despabiló la vela con los dedos.

Después se puso a andar por la habitación, escuchó en el corredor, paseó, y escuchó de nuevo.

—¡Con tal de que venga! —masculló; luego volvió a su silla.

Apenas se había sentado cuando la puerta se abrió.

La Jondrette la había abierto y permanecía en el corredor haciendo una horrible mueca amable, iluminada desde abajo por uno de los agujeros de la linterna sorda.

—Entrad, señor —dijo.

—Entrad, mi bienhechor —repitió Jondrette, levantándose rápidamente.

Apareció el señor Leblanc.

Tenía un aire de serenidad que le hacía singularmente venerable.

Dejó sobre la mesa cuatro luises.

—Señor Fabantou —dijo—, aquí tenéis para vuestro alquiler y vuestras primeras necesidades. Después ya veremos.

—Dios os lo pague, mi generoso bienhechor —contestó Jondrette; y acercándose rápidamente a su mujer, le ordenó—: ¡Despide el coche!

Ella se marchó, en tanto que su marido prodigaba los saludos y ofrecía una silla al señor Leblanc. Un instante más tarde, la mujer regresó y le dijo en voz baja al oído:

—Ya está.

La nieve, que no había cesado de caer desde la mañana, era tan espesa que no se había oído al carruaje llegar ni retirarse.

Entretanto, el señor Leblanc se había sentado.

Jondrette había tomado posesión de la otra silla enfrente del señor Leblanc.

Ahora, para hacerse una idea de la escena que va a seguir, figúrese el lector en su imaginación la noche helada, las soledades de la Salpêtrière cubiertas de nieve y blancas a la luz de la luna como inmensos sudarios, la débil claridad de los reverberos aquí y allá, los trágicos bulevares y las largas hileras de olmos negros, ni un transeúnte tal vez en un cuarto de legua a la redonda, el caserón Gorbeau en su más alto punto de silencio, de horror y de oscuridad, y en medio de aquella soledad, y en medio de aquella sombra, el vasto desván de Jondrette iluminado por una vela y dos hombres sentados ante una mesa, el señor Leblanc, tranquilo, y Jondrette, sonriente y espantoso, la Jondrette, la madre, la loba, en un rincón, y detrás del tabique, Marius, invisible, en pie, sin perderse una palabra ni un movimiento, con la mirada al acecho y la pistola en la mano.

Por lo demás, Marius no experimentaba más que una emoción de horror, pero ningún temor. Apretaba la culata de la pistola y se sentía tranquilo. «Detendré a ese miserable cuando quiera», pensaba.

Sentía también que la policía andaba por allí, emboscada en alguna parte, esperando la señal convenida y preparada para tenderle los brazos.

Esperaba además que de aquel violento encuentro entre Jondrette y el señor Leblanc brotaría alguna luz que iluminase todo lo que tenía interés en conocer.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora