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DONDE SE VISLUMBRA A LA MAGNON Y A SUS DOS HIJOS


En el señor Gillenormand, el dolor se traducía en cólera; estaba furioso por estar desesperado. Tenía todos los prejuicios, y se tomaba todas las licencias. Una de las cosas de que se componía su relieve exterior y su satisfacción íntima era, como acabamos de indicar, el haberse quedado hecho un viejo verde, y pasar decididamente por tal. A esto le llamaba él tener «real fama». La fama real le hacía alguna vez objeto de raras aventuras. Un día le llevaron a su casa en una borrica, lo mismo que se lleva un cesto de ostras, a un robusto niño recién nacido, que gritaba como un diablo y estaba muy bien envuelto en mantillas, que una sirvienta, arrojada de casa seis meses antes, le atribuía como suyo. El señor Gillenormand tenía entonces sus buenos ochenta y cuatro años. Indignación y clamor en el vecindario. ¿A quién quería hacer creer aquello la pícara criada? ¡Qué audacia! ¡Qué abominable calumnia! Pero el señor Gillenormand no sintió cólera alguna. Miró al chiquillo con la amable sonrisa de un hombre halagado por la calumnia, y dijo para que todos lo oyeran: «¿Y qué? ¿Qué es esto? ¿Qué hay? ¿Qué sucede? Os sorprendéis como unos ignorantes. El señor duque de Angulema, bastardo de Su Majestad Carlos IX, se casó a los ochenta y cinco años con una jovencita de quince; el señor Virginal, marqués de Alluye, hermano del cardenal de Sourdis, arzobispo de Bordeaux, tuvo a los ochenta y tres años, de una doncella de la señora presidenta Jacquin, un hijo, un verdadero hijo de amor, que fue caballero de Malta y consejero de Estado de espada; uno de los grandes hombres de este siglo, el abate Tarabaud, es hijo de un hombre de ochenta y siete años. Estas cosas no tienen nada de extraordinario. Pues, ¡y la Biblia! Pero declaro, a pesar de todo, que este caballerito no es mío. Que lo cuiden, porque él no tiene la culpa». El procedimiento era caritativo. La criada, la que se llamaba Magnon, le hizo otro envío al año siguiente. Era otro niño. Ante este golpe, el señor Gillenormand capituló. Devolvió a la madre las dos criaturas, comprometiéndose a pagar ochenta francos por mes para su manutención, con la condición de que la mencionada madre no volviera a las andadas. Añadió: «Quiero que su madre los trate bien. Yo los iré a ver de vez en cuando», y así lo hizo. Había tenido un hermano sacerdote, el cual había sido durante treinta años rector de la academia de Poitiers, y había muerto a los setenta y nueve años. «Le he perdido joven», decía. Este hermano, de quien apenas queda memoria, era un pacífico avaro, que por ser sacerdote se creía obligado a dar limosna a los pobres que encontraba, pero no les daba jamás más que monedas falsas, o sueldos que no pasaban, encontrando así los medios de ir al infierno por el camino del paraíso. En cuanto el señor Gillenormand, el mayor, no comerciaba con la limosna, y la daba con gusto y noblemente. Era benevolente, brusco, caritativo, y si hubiera sido rico, su inclinación le habría inducido a ser magnífico. Quería que todo lo que le concernía estuviera hecho con grandeza, incluso las bribonadas. Un día fue robado en una herencia por un agente de negocios, de una manera grosera y visible, y dijo estas palabras solemnes: «¡Oh, qué hecho más sucio! ¡Me avergüenzan esas manos puercas! Todo ha degenerado en este siglo, incluso los pillos. ¡Caramba!, no es de este modo como debe robarse a un hombre como yo. Me han robado como en un bosque, pero mal robado. Sylvae sint consule dignae! ». Había tenido, tal como hemos dicho ya, dos mujeres; de la primera, recibió una hija que se quedó soltera, y de la segunda, otra hija, muerta a la edad de treinta años, la cual se había casado, por amor, por casualidad o por otra causa, con un soldado de fortuna que había servido en los ejércitos de la República y del Imperio, ganando la cruz en Austerlitz y recibiendo el grado de coronel en Waterloo. «Es la vergüenza de mi familia», decía el viejo burgués. Tomaba mucho tabaco, y tenía una gracia particular para sacudirse la chorrera de encaje con el revés de la mano.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora