PREOCUPARSE DE LOS RINCONES OSCUROS
Apenas se sentó, el señor Leblanc volvió la vista hacia los jergones vacíos.
—¿Cómo se encuentra la pobre niña herida? —preguntó.
—Mal —respondió Jondrette con una sonrisa de triste reconocimiento—; muy mal, mi digno señor. Su hermana mayor la ha acompañado a la Bourbe para que la curen. Pronto las veréis, pues no tardarán.
—La señora Fabantou parece algo mejor que esta mañana —continuó el señor Leblanc, fijando su mirada en el extraño atavío de la Jondrette, que de pie entre él y la puerta, como si guardase la salida, le miraba con actitud de amenaza y casi de combate.
—Está muriéndose, señor —dijo Jondrette—. Pero ¿qué queréis?, tiene tanto valor esta mujer... No es una mujer, es un buey.
La Jondrette, halagada por el cumplido, exclamó con un melindre de fiera acariciada:
—¡Ah, Jondrette, eres siempre muy bueno conmigo!
—¡Jondrette! —exclamó el señor Leblanc—. Creía que os llamabais Fabantou.
—Fabantou, alias Jondrette —replicó vivamente el marido—. ¡Apodo de artista!
Y arrojando a su mujer una mirada furibunda, que el señor Leblanc no advirtió, prosiguió con voz enfática y acariciadora:
—¡Ah! Siempre hemos hecho buenas migas mi mujer y yo. ¡Qué nos quedaría si no fuera esto! ¡Somos tan desgraciados, mi respetable señor! ¡Tenemos brazos y no tenemos trabajo! ¡Hay voluntad, pero falta obra! No sé cómo el Gobierno arregla esto, pero, palabra de honor, señor, yo no soy jacobino, ni bousingot, yo no le quiero mal, pero si yo fuera ministro, juro por lo más sagrado que esto habría de marchar de otra manera. Por ejemplo, yo he querido enseñar a mis hijas a hacer cajas de cartón. Me diréis: ¡Cómo! ¡Un oficio! ¡Sí! ¡Un simple oficio! ¡Un medio de ganar el pan de cada día! ¡Qué humillación, mi bienhechor! ¡Qué degradación cuando uno ha sido lo que yo! ¡Ay, nada nos queda de nuestra época de prosperidad! Nada más que una cosa, un cuadro que aprecio mucho, pero del cual me desharía, sin embargo, porque es preciso vivir. Sí, señor, ¡es preciso vivir!
En tanto que Jondrette hablaba con una especie de aparente desorden, que en nada debilitaba la expresión reflexiva y sagaz de su fisonomía, Marius alzó los ojos y vio en el fondo de la habitación algo que hasta entonces no había visto. Un hombre acababa de entrar, tan suavemente que no se habían oído sonar los goznes de la puerta. Aquel hombre vestía una chaqueta de punto violeta, vieja, usada, manchada, rota y con jirones en todas las arrugas, un ancho pantalón de terciopelo de algodón, chanclas en los pies; iba sin camisa, con el cuello desnudo, los brazos desnudos y tatuados y la cara manchada de negro. Se había sentado, en silencio y con los brazos cruzados, sobre la cama más próxima, y como estaba detrás de la Jondrette, sólo se le distinguía confusamente.
Esa especie de instinto magnético hizo que el señor Leblanc se volviese casi al mismo tiempo que Marius. No pudo impedir un movimiento de sorpresa que no escapó a Jondrette.
—¡Ah, ya comprendo! —exclamó Jondrette abotonándose con cierta complacencia—. ¿Miráis vuestro sobretodo? ¡Oh, me sienta muy bien! ¡Vaya si me sienta!
—¿Quién es ese hombre? —preguntó el señor Leblanc.
—¿Ése? Es un vecino, no hagáis caso.
El vecino tenía un aspecto singular. Sin embargo, las fábricas de productos químicos abundan en el arrabal Saint-Marceau. Muchos obreros de fábricas pueden tener el rostro ennegrecido. Toda la persona del señor Leblanc respiraba una confianza cándida e intrépida. Replicó:
ESTÁS LEYENDO
Los Miserables III: Marius
Historical FictionEn esta tercera parte, aparecen nuevos personajes: Gavroche, hijo abandonado de los Thénardier, que encarna al pilluelo de París, y Marius Pontmercy, hijo del coronel de Waterloo, quien se une a un grupo de estudiantes republicanos y en sus paseos p...